El título del último libro de Fernando González Davison, muy bien editado por F&G Editores me recordó lo que ocurre hoy en día, a escala mundial porque demuestra que la república imperial norteamericana no aprende de la historia y sigue cometiendo los mismos errores del pasado: Trump miente abiertamente sobre lo que ocurre en el mundo de la misma manera que lo hizo Eisenhower y los hermanos Dulles (John Foster y Allen, Secretario de Estado y jefe de la CIA, respectivamente)  durante el asalto a la democracia guatemalteca en los años cincuenta del siglo pasado, provocando un  derramamiento de sangre (la guerra) mucho peor, eso sí, que el que  ocurrió en nuestro país pues el genocidio en Gaza ya lleva mucho más de cincuenta mil muertos en un lapso mucho más corto que el de los 36 años de “Conflicto Armado Interno” en Guatemala  y sin  visos de que se  pueda detener la matanza de civiles y niños inocentes mientras el mundo “mira para otro lado”.

La guerra en Ucrania, con su millón de muertos,  continua –“nunca habría ocurrido si yo hubiese sido el presidente” dijo Trump en campaña y también aseguró falsamente que la detendría en pocos días porque era “la guerra de Biden” no la suya– y, por si esto fuera poco, los ataques a Irán evidencian que tanto Estados Unidos como  Israel –el verdadero conductor de la política exterior de la Casa Blanca gracias a la influencia del poderosísimo lobby judío– se empeñan en proseguir el camino hacia una Tercera Guerra Mundial, que para analistas como Dmitry Trenin ya está iniciada. Y aunque parezca increíble –por fantasioso–  también  Washington buscaría el  consabido “cambio de régimen”  nada más – nada menos– que en Moscú,  mientras el Pentágono  le estaría apostando, además,  a desmantelar en pequeños Estados independientes los más de 17 millones de kilómetros cuadrados de territorio ruso,  haciendo lo mismo –todas la proporciones guardadas– que ya hicieron en los Balcanes en los años noventa al fragmentar a la antigua Yugoeslavia, en Irak a principios de siglo al igual que en Sudán y  Siria hace poco. Fragmentar y dividir  a Irán y –¿por qué no?–  también  a  China, este sería el objetivo de los guerreristas occidentales.  Los tambores de guerra ya resuenan en el lejano oriente con los preparativos para “defender” a un Taiwan que, no obstante, mantiene buenas relaciones comerciales y no se prepara para ninguna conflagración con su hermano mayor del Continente,  como tampoco lo hacen Hong Kong, Tibet o las etnias musulmanas en el extremo occidental del gigante asiático,  más preocupadas por hacer funcionar la nueva ruta de  la seda que por desafiar a Beijing.

Pero volvamos al libro de Fernando, en el cual encontramos algunas novedades, como sus muy válidas consideraciones acerca de que Jacobo Árbenz fue asesinado en la ciudad de México en 1970,  por la CIA o por algún esbirro del gobierno guatemalteco de la época  (Carlos Arana) contando –no podría ser de otra manera– con la complicidad del gobierno mexicano. En efecto, al recordar el vía crucis del expresidente guatemalteco, a quien por órdenes de la CIA desde México hasta Francia, pasando por Uruguay y por el mismo país de sus ancestros –Suiza–  le denegaban el asilo político mientras que otros como Rusia o la misma Cuba no lo hacían pero por diversas circunstancias le era “inconveniente” permanecer largo tiempo: en La Habana habrían visto bien, por ejemplo, que se pusiera al frente de los insurgentes guatemaltecos (patrocinados por Fidel Castro después de la derrota de los invasores de Bahía de Cochinos bajo el padrinazgo de la CIA y provenientes de Guatemala)  pero esto era algo que a un Jacobo Árbenz mucho más interesado en lo que ya Juan José Arévalo había intentado a principios de esa misma década (presentarse a las elecciones, lo que motivó el golpe de Peralta Azurdia en el 64) no le parecía el camino adecuado –y recordemos que 1970 es el año en que Salvador Allende triunfó en las elecciones de Chile–  de modo que,  al expresidente  no le quedó más salida que aceptar, finalmente, aunque ya sin la condición de abandonar su nacionalidad guatemalteca, el asilo en Suiza.

Pero vivir en Lucerna cuando su esposa María Vilanova –que pertenecía a una acaudalada y distinguida familia salvadoreña–  tenía que ocuparse de sus actividades económicas en San Salvador porque de lo contrario carecían de los medios para subsistir en el extranjero y era allí en donde ella residía con  sus hijos Jacobito y Eleonora –Arabella se suicidó a principios de la década lo que supuso un trauma terrible para la familia–  pero sin su esposo, a quien el gobierno salvadoreño no le permitía ingresar por ser un  “comunista peligroso” , situación que suponía un problema dadas las distancias que había que salvar para reunirse en familia. De modo que, ante la posibilidad de que el gobierno mexicano de Luis Echeverría le otorgara asilo, el expresidente decidió viajar a México e iniciar los trámites correspondientes al asilo,  ubicándose en una modesta residencia de “ciudad satélite” en las afueras de la gran ciudad.  Pero fue allí en donde su hija Eleonora le encontró la mañana del 27 de enero de 1971 ahogado en una tina llena de agua: “la cremona de la ventana del baño que da al jardín estaba sin tornillos con una hoja abierta, como si el malhechor hubiere entrado por allí para sorprender a su padre que estaba solo en la casa. Esa sospecha se la planteó al fiscal que vino a examinar la escena del crimen, pero, para su asombro, él no inició ninguna investigación y solo ordenó la autopsia, lo que acrecentó sus dudas. Para ella no fue ningún suicidio ni ataque al corazón como dijo el fiscal a la prensa. Y la autopsia le dio la razón pues el médico certificó en el acta de defunción que la causa de la muerte fue una ‘congestión visceral generalizada por asfixia y sumersión’ ”. Se supone que alguien le empujó, le hizo resbalar en la tina ya llena de agua (porque encontraron la cortina desgarrada y un florero con cartuchos blancos destrozado en el suelo) y que lo golpearon en la cabeza hundiéndolo en el agua hasta asfixiarlo.

Árbenz tenía 57 años y no padecía de ninguna enfermedad cardíaca o de otro tipo y el motivo de su traslado a la Ciudad de México era para estar más cerca de su familia residente en San Salvador. No pretendía –nunca lo dijo– retornar a Guatemala y tampoco reanudar su vida política, pero seguramente no fue así como lo vieron en la CIA o en los gobiernos militares guatemaltecos de la época: en esos días habían asesinado a Fito Mijangos, diputado en el Congreso “culpable” de oponerse a la minería del níquel en Izabal. En esa misma década candidatos socialdemócratas a la presidencia –que tenían posibilidades de ganar–   como Manuel Colom o Alberto Fuentes Mohr fueron asesinados. O sea que la hipótesis del asesinato es perfectamente verosímil. Los restos del expresidente fueron llevados a San Salvador a pedido de su viuda y, posteriormente, en 1995 durante el gobierno de Ramiro de León Carpio, traídos a Guatemala gracias a una acción conjunta de la Universidad de San Carlos y del Ejército de Guatemala –recordemos que las negociaciones de paz estaban por concluir y  esto facilitó que los generales Roberto Mata Gálvez y Mario René Enríquez, embajador en la República Dominicana y Ministro de la Defensa, promovieran la repatriación de sus restos–. El general Mata, escribe González Davison, habría dicho al presidente Ramiro de León Carpio qué había llegado el momento de “dignificar el nombre del coronel Árbenz pues desde su caída política sufrió injusticias junto a su familia. Además, el Ejército debe poner fin a la guerra ideológica y su repatriación será la prueba cardinal de que el Ejército ha cambiado y que mejor que un funeral de Estado como el que usted propone, presidente. Además,  convendría devolverle a su familia parte de sus bienes confiscados como lo propuso un funcionario de la Universidad estatal”.

Se le rindieron honores en el Salón General Mayor de la USAC  (que le otorgó un póstumo doctorado honoris causa) y en el Palacio Nacional  de donde, al día siguiente, partió el féretro en hombros de los universitarios, de indígenas y de  miles de personas “..cargado ahora por campesinos y obreros en un hermoso bullicio de aplausos en una fiesta popular de tres kilómetros hasta llegar al Cementerio General, con el amor genuino al héroe que se sacrificó por liberarlos de la opresión…la viuda nerviosa en la entrada del camposanto no salía de su asombro y sonreía entre lágrimas al ser reivindicado el nombre de su Jacobo en una epifanía singular colectiva…(que) elevaba a Árbenz como pilar de su identidad, un mito más de la nación” . Y que ojalá sirviese ahora, durante la presidencia de un hijo del doctor Arévalo,  para otorgarle un nombre apropiado a esa gran avenida de nuestra capital que debería llevar su nombre, agregamos por nuestra parte.

Este libro de Fernando González Davison es sin duda alguna lo mejor que ha escrito hasta ahora en su vasta obra literaria y, a nuestro juicio, convendría llevarlo al cine (o hacer una miniserie para los canales de streaming), que es la mejor manera de enseñar historia contemporánea de nuestro país al gran público. El Ministerio de Cultura debería interesarse por patrocinarla. Tiene además otras novedades dignas de una versión cinematográfica apropiada –como la batalla que dieron los cadetes de la Escuela Politécnica el 2 agosto contra los desarrapados mercenarios  “liberacionistas”   en los campos del Roosevelt,   para salvar la dignidad del Ejército– o lo ocurrido en 1949, cuando se produjo la sublevación de la Guardia de Honor por la muerte de Arana, que iba a ser detenido por amenazar con golpe de Estado al presidente Arévalo. El asesinato de Castillo Armas que se atribuye a Trinidad Oliva y no al esbirro enviado por Trujillo como asegura Vargas Llosa en su novela Tiempos Recios. Y obviamente, lo ocurrido durante el 20 de octubre de 1944 en que tanto Árbenz como Toriello y Arana integraron la junta que sustituyó al derrocado Ponce Vaides, sustituto del tránsfuga Ubico. Además de todas las incidencias relacionadas con la intervención de Estados Unidos que, en plena guerra fría, utilizó como justificación ideológica el “comunismo” para derrocar a un gobierno que había sido capaz, en el marco legal de la reforma agraria,  de expropiar tierras de la bananera (la UFCO),  empresa en la que los dos hermanos Dulles participaban como accionistas. En fin, a pesar del amargo sabor que deja la lectura del libro –por la afrenta a nuestra soberanía y por el hedor pestilente de la corrupción que permitió al embajador Peurifoy comprar a los oficiales golpistas–  no cabe duda que tomar consciencia de tal vergüenza nacional es un buen motivo de catarsis colectiva.

Luis Alberto Padilla

Doctorado en ciencias sociales en la Universidad de Paris (Sorbona). Profesor en la Facultad de Derecho y en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos. Es diplomático de carrera y ha sido embajador en Naciones Unidas (Ginebra y Viena), La Haya, Moscú y Santiago de Chile

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