En los cinco artículos anteriores hemos visto como democracia y capitalismo son dos formas que no solo se diferencian por pertenecer a campos epistemológicos /procesos colectivos distintos (ciencias políticas/ política y ciencias económicas/economía respectivamente) sino que la democracia es mucho más antigua que el capitalismo y ha sido practicada incluso por los pueblos nómadas de la prehistoria, así como también, en formas que combinan su naturaleza heterárquica (decisiones a escala horizontal) con la jerárquica (decisiones verticales) en diferentes momentos y circunstancias históricas que no se reducen a la muy conocida democracia ateniense de donde se origina el término (poder del pueblo) ni tampoco a las clásicas democracias representativas multipartidarias llamadas “liberales” que se establecieron con la independencia de Estados Unidos y en Europa después de la revolución francesa. La democracia como sistema político no tiene que ver con el capitalismo como sistema económico y además, dado que la democracia es plural y diversa, es posible calificar como democráticos regímenes que no se adecuan a los parámetros de las democracias liberales clásicas, como ocurre con los regímenes de partido único (China, Cuba, Vietnam) o de partidos hegemónicos que ganan elecciones sucesivas (Japón, Rusia, India, Turquía, México y hasta cierto punto Uruguay, Venezuela o incluso El Salvador).

Existe pues una diferencia sustancial entre los regímenes de partidos hegemónicos (Gramsci) y los regímenes autocráticos que radica en la legitimidad que les proporciona a los primeros el consenso social que proviene tanto de la cultura predominante como de la satisfacción de necesidades en materia de educación, salud, trabajo, seguridad ciudadana o sea, del efectivo cumplimiento de los derechos económicos, sociales y culturales, sin que esto suponga que el respeto a los derechos civiles y políticos no sea igualmente importante, algo que no se da en las autocracias con pretensiones dinásticas, siendo Nicaragua el más deplorable ejemplo en nuestra subregión, y, Corea del Norte, a escala mundial. Por cierto, desviaciones hacia el autoritarismo pueden ocurrir en todo tipo de sistemas políticos (Trump es un claro ejemplo) siendo el fortalecimiento de la protección internacional de los derechos humanos un buen antídoto. Todos los estados soberanos pertenecen al sistema de Naciones Unidas y en nuestra región al sistema interamericano, por lo cual tanto las personas individuales como los colectivos sociales disponen de protección y formas de reparación en materia de justicia internacional. Los dos grandes pactos de Naciones Unidas del año 1966 en materia de derechos humanos deberían funcionar como “pesos y contrapesos” para los gobiernos de todo el mundo, pues los 193 estados miembros han aceptado libremente tales compromisos de modo que su soberanía se encuentra limitada por el derecho internacional.

Por otra parte y, enfocándonos en esta región del mundo, sabemos que la invasión castellana del siglo XVI obligó a los pueblos originarios a seguir una estrategia para mantener las unidades de autogobierno más pequeñas e intermedias (el calpul o tinamit y el amaq’) que se mantienen hasta nuestros días, con variantes en cuanto al carácter de mayor o menor democracia (horizontalidad/verticalidad en la toma de decisiones) y que constituyen las estructuras fundamentales del sistema jurídico-político indígena. Sin embargo, tanto durante la época colonial como con posterioridad a la independencia, dado que el régimen neocolonial implantado por los gobernantes criollos – de signo conservador o liberal– fue de naturaleza autoritario/oligárquica, encubierto jurídica y formalmente por “democracias de fachada” a ello se debe que el estado de derecho sea en buena medida inoperante y que el establecimiento de una democracia auténtica sea tarea pendiente, al igual que la construcción de un Estado-Nacional en el que tanto el neocolonialismo oligárquico como el racismo estructural desaparezcan de manera que las sociedades indígenas obtengan el pleno reconocimiento de un sistema jurídico con más de quinientos años de funcionar apropiadamente, como lo demuestra Diego Vásquez Monterroso en su libro sobre Heterarquía y amaq’ que hemos citado ampliamente. A mi juicio dicho reconocimiento requiere entonces de la refundación del Estado, es decir, de una nueva Constitución.

La refundación del Estado es necesaria también debido a que la crisis de la dominación oligárquica desatada en el 2015 por las investigaciones de la CICIG sigue siendo el antecedente principal de la crisis política del 2023, que fue provocada por una fiscalía general cooptada por el pacto de corruptos al tratar de socavar el proceso electoral promoviendo un golpe de Estado. Dicha crisis fue resuelta parcialmente gracias a la irrupción del movimiento social indígena en la política nacional bajo la conducción de los 48 Cantones, algo decisivo para que Bernardo Arévalo asumiera la presidencia. Sin embargo, como señalado por Marco Fonseca, dado que el presidente Arévalo optó por una “transformación desde adentro” esto “ha revelado los límites de una política que privilegia la legalidad formal sobre la articulación popular y democrática” lo cual “en lugar de construir contrahegemonía desde abajo (produjo) una normalización institucional (que ha llevado al presidente) a cohabitar con el bloque restaurador, ignorando (…) las demandas de refundación” y relegando una de las demandas básicas de la movilización social como lo era eliminar el foco de corrupción enquistado en el MP y en las cortes por el hiper corrupto gobierno de Giammattei. En mi opinión todo esto podría ser el origen de la disidencia al interior de Semilla que se propone construir un nuevo partido (Raíces) bajo el liderazgo de Samuel Pérez, aunque las relaciones se mantengan cordiales y de buen entendimiento tanto en el Congreso como en su apoyo al presidente Arévalo.

Así las cosas: ¿Qué hacer frente al posible retorno del “pacto de corruptos” en las elecciones 2027? A mi juicio, a no ser que el gobierno de Semilla logre ejecutorias que vayan más allá de la gestión de gobierno o que Raíces logre alianzas efectivas con el movimiento indígena, ni uno ni otro estarán en condiciones de lograr un triunfo electoral. Los milagros políticos son irrepetibles y confiar de nuevo en que “el menos peor” sea electo es demasiado arriesgado porque, de nuevo, podría resultar electo el peor de todo(a)s. Ya ocurrió en los dos casos anteriores de Morales y Giammattei. Ante ello el conocido dirigente político Miguel Ángel “el Zurdo” Sandoval ha sugerido la conformación de un Frente Único con todos los partidos que (1) se opongan a la corrupción, (2) estén de acuerdo con darle continuidad a las políticas públicas destinadas a mejorar salud, educación e infraestructura; (3) impulsar el desarrollo rural, la soberanía alimentaria y la protección del medio ambiente; (4) fortalecer la seguridad ciudadana y (5) “abordar sin demora un proceso de reforma judicial como urgencia nacional”. Se trata pues de un programa mínimo, fácil de aceptar sin mayores dificultades.

Concuerdo con lo planteado por el Zurdo Sandoval, incluyendo la idea de realización de elecciones primarias –al estilo chileno– para elegir a los candidatos a la presidencia y vicepresidencia de la república con todas aquellas agrupaciones políticas que se sumen al programa mínimo, e incluso nos parece que dicho Frente podría recibir el nombre de “Frente Nacional por la Democracia” (FND). Sin embargo, hay un punto medular sobre el cual debemos insistir: en lugar del “abordaje sin demora del proceso de reforma judicial” del quinto punto del programa mínimo que sugiere Sandoval, nos parece que lo que debería plantearse es el “abordaje sin demora del proceso de refundación del Estado”, entre otras razones porque ninguna reforma judicial sustancial es posible sin cambiar la forma de elección tanto de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia como los de la Corte de Constitucionalidad y del Tribunal Supremo Electoral. Es posible, que, mediante una reforma constitucional, tal vez sea posible eliminar el abyecto sistema de comisiones de postulación que solo ha servido para prostituir a la Academia y al gremio de abogados, pero la forma de elección de las más altas cortes requiere de un gran Acuerdo Nacional y, por consiguiente, de una nueva Constitución. Y esto solo en lo relativo a la reestructuración del sector justicia pues –evidentemente– transformar el sistema político hiper centralizado que tenemos, copiado a los franceses en el siglo XIX sustituyéndolo por un sistema heterárquico inspirándose no solo en las formas autóctonas propias (calpul, amaq’, winak) sino en el modelo confederal suizo como sugiere Vásquez Monterroso, es algo que, evidentemente, no se puede hacer con simples reformas constitucionales.

En síntesis, somos de la opinión que establecer un régimen auténticamente democrático en nuestro país requiere de la refundación del Estado por medio de : 1) la construcción de una hegemonía cultural basada en un pensamiento inclusivo de los cuatro pueblos (mestizo, maya, xinca y garífuna) capaz de abandonar los prejuicios, la discriminación y el racismo estructural; 2) para alcanzar estos objetivos hay que iniciar un proceso de diálogo para escuchar los planteamientos tanto de la dirigencia como de los numerosos intelectuales orgánicos del pueblo maya; 3) lograr acuerdos sobre los asuntos más importantes a incluirse en la propuesta de nueva Constitución y 4) una vez logrados tales acuerdos básicos iniciar un proceso de negociaciones con diversos sectores sociales (sector privado incluido) a fin de establecer los procedimientos apropiados para convocar a una Asamblea Nacional Constituyente, incluyendo la forma de elección de los constituyentes y la aprobación soberana por parte del pueblo de Guatemala –vía referéndum– cuando el texto haya sido concluido.

En eso consiste pues la refundación del Estado. Y obviamente, insistimos, se trata de un proceso que va más allá de la próxima coyuntura electoral pues dicho proceso debería mantenerse con independencia de quienes sean los triunfadores en los próximos comicios. El diálogo con los pueblos originarios es algo separado e independiente de lo que pueda ocurrir en el 2027. Por supuesto, si el Frente por la Democracia logra ponerse en marcha o uno de los partidos afines triunfa en las elecciones esto facilitaría la continuidad del proceso de diálogo pero insistimos en que se trata de dos cosas muy distintas. En última instancia deberíamos verlo como un proceso destinado a darle concreción a un planteamiento sobre el cual Marta Elena Casaús ha venido insistiendo pues tanto por la carencia de intelectuales orgánicos en el seno de la oligarquía criolla (mientras el pueblo maya los tiene en abundancia) como por el hecho que la narrativa racista que busca justificar el poder de los “blancos” criollos –en este país de mestizos e indígenas– se encuentra absolutamente agotada, habría que ir dándole concreción a todo aquel pensamiento que va en la dirección de la narrativa ascendente la cual se orienta por la construcción de una nueva hegemonía cultural, entendida en términos gramscianos. En este sentido, un debate nacional para ponernos de acuerdo acerca de los contenidos fundamentales de una nueva Constitución a fin de refundar el Estado es algo que puede coadyuvar en forma positiva –y probablemente decisiva– en ese magno esfuerzo de construcción nacional y democrática, el gran desafío de la Guatemaya del siglo XXI.

Luis Alberto Padilla

Doctorado en ciencias sociales en la Universidad de Paris (Sorbona). Profesor en la Facultad de Derecho y en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos. Es diplomático de carrera y ha sido embajador en Naciones Unidas (Ginebra y Viena), La Haya, Moscú y Santiago de Chile

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