Cerramos nuestro primer artículo sobre este tema señalando el hecho que hoy en día la cuenca del océano Pacífico es mucho más importante que la cuenca del océano Atlántico desde el punto de vista geopolítico e hicimos ver que los fundamentos de ello son geoeconómicos. Esto último nos obliga a dar un rápido vistazo histórico a los cambios ocurridos desde que en el siglo XVI el colonialismo español y portugués introdujeron al continente americano – pero también a buena parte de los continentes africano y asiático en lo que posteriormente, ya en el siglo XIX, Marx llamó el modo de producción capitalista. El capitalismo se sustenta en la acumulación de capital, la cual, a su vez, resulta de la plusvalía del trabajo humano así que no hay que olvidar que los pueblos colonizados se encuentran en la base del desarrollo capitalista mundial desde principios de la Edad Moderna.
En efecto, según la historiografía clásica la Edad Media terminó en 1493 con la caída del Imperio Romano Oriental o Imperio Bizantino y de Constantinopla – actualmente Estambul – en poder de los turcos, que fundaron el Imperio Otomano. Además, fue la expansión geográfica del colonialismo la que hizo pasar el centro de gravedad de la actividad comercial y económica de la cuenca del Mediterráneo – recordemos la importancia de Génova y de Venecia en las relaciones comerciales con China gracias a la ruta de la seda que partía de ambos puertos – a la cuenca de los mares del Norte (Londres y Ámsterdam) y Báltico (Hamburgo) para reubicarse ya en los siglos XVIII y XIX en la cuenca del Atlántico (Londres/Nueva York), gracias a la colonización de América del Norte por el Imperio Británico aunque también Francia y Holanda fueron importantes potencias colonizadoras. Lo anterior significa que el capitalismo coexiste con la Edad Moderna pero, por eso mismo, en los territorios colonizados nunca existió ningún “feudalismo medieval”. El feudalismo fue una estructura social exclusivamente europea y por eso puede decirse que las colonias españolas y portuguesas fueron incorporadas al sistema capitalista desde el siglo XVI siendo una de las principales fuentes de la acumulación de capital la minería, particularmente de oro y plata que siempre han sido los metales más codiciados.
Sin embargo, hay que tener presente que el capitalismo como sistema económico es muy distinto de la democracia como sistema político, entre otras razones porque ésta es mucho más antigua y, como hemos señalado, no solo los atenienses sino algunos pueblos nómadas prehistóricos se regían democráticamente en determinadas circunstancias. En otro ejemplo tomado del libro de Graeber & Wengrow se habla de pueblos nómadas prehistóricos que durante las estaciones de primavera, verano y otoño, cuando su movilidad era constante, carecían de “jefes” y las decisiones se tomaban de manera democrática, aunque en invierno, viéndose reducidos a la inmovilidad conformaban estructuras jerárquicas temporales. Otro caso es también el de las tribus beduinas en el norte de África, tradicionalmente pastores nómadas del desierto, en donde han existido formas de autogobierno basadas en el diálogo y en el consenso tribal siendo el jeque (jefe) electo en asambleas y su autoridad dependía del respeto y la aprobación de los miembros del grupo. Recordemos también de nuevo que el sistema comunal de gobierno (Tzul) de los 48 Cantones funciona como una democracia directa comunitaria, solo comparable con la de los 26 cantones de la Confederación Helvética (Suiza).
De modo que, en lo concerniente a las formas de gobierno, tendríamos que admitir que existe un pluralismo político tan diverso como el pluralismo económico, jurídico, social, cultural, étnico, lingüístico etc. que existe en el mundo. Por la misma razón, cuando nos encontramos con sistemas políticos dirigidos por un partido único (China, Vietnam, Cuba) o por partidos hegemónicos que triunfan en elecciones sucesivas (Rusia, India, Turquía, Sudáfrica, México) lo que debemos identificar es en que consiste la legitimidad (consenso ciudadano) que sustentan tal hegemonía. Un consenso social se convierte en hegemónico (Gramsci) – porque el gobierno trabaja en función del bien común o, por lo menos, del bienestar de la mayoría de la población y esto permite distinguirlo de las dictaduras unipersonales (autocracias: Stalin, Hitler, Mussolini, Pinochet, Somoza, Ortega, Ubico, Estrada Cabrera) llamándolo democrático, aunque no sea resultado de elecciones multipartidarias de tipo europeo o bipartidarias como en Estados Unidos. Por supuesto, las elecciones en los países de nuestro subcontinente son una herencia histórica del colonialismo: nos independizamos tempranamente de España en el siglo XIX gracias a la invasión napoleónica de España – y al interesado apoyo británico – que trajo como resultado la copia acrítica del modelo liberal europeo por las oligarquías criollas.
Por supuesto, nuestras oligarquías neocoloniales nunca estuvieron interesadas en el establecimiento de un sistema democrático auténtico, por eso se habla de “democracias de fachada” – o de regímenes híbridos como les llamó O’Donnel – para referirse a nuestros sistemas políticos, uno de cuyos peores ejemplos en materia de mal funcionamiento es precisamente el que sufrimos en Guatemala. En noticias de prensa se habla ya de la cantidad, absolutamente ridícula, de 30 partidos listos para competir en las próximas elecciones cuando todos sabemos que tales “partidos” son cascarones vacíos, “franquicias electorales” que nunca debieron ser autorizadas. Marco Fonseca, un académico guatemalteco radicado en Canadá dice en artículo reciente que tales “partidos” no tienen nada que ver con las categorías clásicas de Maurice Duverger de partido de masas o partido de cuadros que fueron elaboradas para el contexto europeo, pero son inaplicables a Guatemala pues “(e)n contextos marcados por procesos de colonización interna, represión estructural, corrupción sistémica, cooptación estatal, clientelismo, y exclusión social masiva, los partidos no cumplen funciones representativas según el molde duvergeriano” incapaces de captar “los fenómenos híbridos, fluidos, espontáneos o estructuralmente disfuncionales o hegemonizantes (para lo cual la ‘falta’ de partido es el ¡terreno perfecto!) como los ‘partidos-cartel’, los ‘partidos-empresa’, o los ‘partidos-cáscara vacía’ que abundan en el Sur Global”.
En consecuencia, el modelo liberal clásico no es aplicable a Guatemala porque no es “modelo universal”. La democracia es diversa y variable según los tiempos y los pueblos. Como vimos antes fue practicada hasta por pueblos nómadas prehistóricos, sino que tampoco “cuaja” en realidades como la nuestra. El mejor ejemplo de ello lo constituye, en la actualidad, lo que le ha ocurrido al Movimiento Semilla, que buscaba ser un “movimiento social” más que un partido político pero que, al fallecimiento de su principal fundador intelectual (el doctor Edelberto Torres Rivas) sus dirigentes decidieron convertirlo en un partido de cuadros y participaron en las pasadas elecciones con los resultados e incidencias políticas que todos conocemos. Marco Fonseca, un académico guatemalteco radicado en Canadá, dijo en un artículo reciente que Semilla se debate entre su “anomalía institucional” – suponemos que por ser un partido no-corrupto inserto en un sistema que si lo es – y su “fracaso estratégico”, suponemos que por no haberse atrevido a enfrentar a la CC y a depurar el MP como pedía el mandato popular “al final, su anomalía democrática terminó subsumida por el orden restaurador que pretendía combatir” y lo que es peor “lejos de consolidarse como una herramienta de ruptura democrática, terminó completamente atrapado en los márgenes de una institucionalidad capturada por las élites corruptas del país. Su apuesta por una transformación ‘desde adentro’ del aparato estatal ha revelado los límites de una política que privilegia la legalidad formal sobre la articulación popular y democrática. En lugar de construir contrahegemonía desde abajo, Semilla ha apostado por una normalización institucional… que lo ha llevado a cohabitar con el bloque restaurador, ignorando por completo las demandas de refundación e incluso relegando a un segundo plano las demadas del paro nacional de 2023”.
Esta situación explicaría, según Fonseca, la disidencia de quienes se proponen formar un nuevo partido (“Raíces”) a quienes recomienda no replicar el modelo de Semilla decantándose por la construcción de un partido “basado en asambleas, redes territoriales y democracia deliberativa” que pueda asumir cualquier disidencia “como punto de partida para reorganizar fuerzas desde las márgenes: movimientos campesinos, estudiantiles, feministas, pueblos indígenas y colectivos urbanos” priorizando la formación política, la pedagogía crítica y la generación de un sentido común “desde la base, no desde el aparato” que sustituya la maquinaria electoral para recuperar “la idea gramsciana del partido como ‘intelectual colectivo’”. Continuaremos el examen de estas importantes cuestiones en nuestro próximo y último artículo.