Los lectores seguramente recordarán que una de las promesas de campaña de Trump fue poner fin a la guerra desatada por Biden contra Rusia en territorio de Ucrania. El inquilino de la Casa Blanca dijo que si él hubiese sido presidente la guerra nunca habría ocurrido y que se le pondría fin en cuanto asumiera la presidencia. Todo parece indicar que Trump comprendía bien que el origen de la contienda estaba en el intento de la OTAN de expandirse hacia las fronteras rusas buscando desestabilizar y, eventualmente, fragmentar a Rusia – como se hizo en la década de los noventa con la antigua Yugoeslavia de Tito y su comunismo autogestionario – siendo que, desde el punto de vista del magnate neoyorquino, su principal adversario es una China que se ha convertido ya en la primera potencia económica mundial y contra la cual está empeñado en una guerra comercial. Por ello, para “recuperar el capital invertido” (en las armas que le entregaron a Ucrania) Trump exigió a Zelensky la entrega de las famosas “tierras raras” utilizadas en todos los gadgets de la parafernalia electrónica contemporánea (desde teléfonos celulares hasta las pantallas de televisores y computadoras y de las cuales China es el mayor productor mundial) mientras al mismo tiempo exigía a los europeos incrementar sus presupuestos militares y que fueran ellos quienes se ocuparan de “la guerra de Biden” en Ucrania.
Su afición por el espectáculo le llevó a plantear las negociaciones directas con Rusia en Arabia Saudita y las visitas de los enviados especiales (Kellog y Witkof) así como las conversaciones telefónicas con Putin, aunque todo parece indicar que Trump carece de un equipo de negociadores profesionales y de una visión estratégica de largo plazo en materia militar. De allí la improvisada propuesta de alto al fuego hecha por la Casa Blanca la cual está empantanada porque un cese de hostilidades no se va a dar mientras Moscú tenga la sartén por el mango en el campo de batalla y de allí la contrapropuesta del Kremlin para que antes se aborden las causas del conflicto en una negociación bilateral directa, lo cual en la práctica significa que tanto los europeos como Zelenski se quedan afuera. De las dificultades que una negociación sobre asuntos de fondo implica podemos tener una idea si pensamos en lo que ha dicho en reiteradas ocasiones el canciller ruso Serguei Lavrov: que una de las causas de la guerra reside en la prohibición de derechos culturales – como el derecho a expresarse en su idioma materno a la población étnicamente rusa del Donbás y de Crimea – lo cual no solo va en contra del derecho de libre determinación garantizado por la resolución 1514 de la Asamblea General de Naciones Unidas sino que, por ser jerárquicamente superior al derecho a la integridad territorial el de libre determinación debe prevalecer: “imaginen lo que sería que a los Palestinos les hubiesen prohibido expresarse en árabe”, dijo Lavrov en entrevista reciente.
Tal situación (la negociación bilateral cuando hay cuatro partes involucradas en el conflicto) explicaría también por qué, a pesar de su obsecuencia con Trump, líderes europeos como Macron, Starmer y Merz han reaccionado en favor de un apoyo incondicional a Ucrania saboteando el proceso de paz. Sin embargo, careciendo de los medios militares para sustentar su posición, a los europeos solo les queda como opción real convencer a Trump de continuar una guerra “que no es suya” y que involucraría a una alianza militar (la OTAN) que menosprecia y de la que ha tomado distancia precisamente porque se da cuenta de los enormes riesgos que todo esto implica. Sólo si pensamos en el armamento convencional, por ejemplo, es obvio que de la misma manera que Rusia se ha abstenido de utilizar todo su poderío militar contra Ucrania – no ha habido bombardeos masivos sobre la población civil como ocurrió en Gaza o como sucedió durante la Segunda Guerra Mundial sobre Londres, Hamburgo, Leipzig, Essen, Frankfurt o Dresde y menos aún con armas nucleares como las que se utilizaron contra el Japón en Hiroshima y Nagasaki – tampoco lo ha hecho contra quienes suministran el armamento. Por otra parte, también es cierto que Moscú tampoco podría enfrentarse a la OTAN contando únicamente con su armamento convencional y menos aún con sus propias tropas, pues la desventaja demográfica de los rusos frente a Europa y Estados Unidos es monumental: 145 millones de rusos no podrían nunca hacer frente a unos 830 millones de “occidentales”.
En lo anterior reside el mayor peligro del momento presente pues Moscú carece de alternativas para enfrentar a Occidente a no ser que utilice su armamento nuclear táctico, algo que fácilmente puede conducir a la utilización del estratégico. De los misiles de alcance corto fácilmente se pasaría a la utilización de los misiles estratégicos, los ICBM de los cuales los más peligrosos son los lanzados por submarinos (los SLBM). Por consiguiente, si los belicistas europeos – actuando no solo contra los intereses de la paz mundial sino de sus propios pueblos – y los halcones antirrusos del deep state norteamericano logran convencer a Trump de hacer suya la “guerra de Biden” el lamentable resultado sería que la humanidad entera quedaría colocada a las puertas del Armagedón nuclear y la extinción de la vida de nuestra especie en el planeta se convertiría en una ominosa y terrible probabilidad.
De manera que terminar con la guerra abordando sus causas es precisamente lo que está en juego. Los últimos ataques rusos (más de 300 drones y misiles de crucero el domingo pasado) en respuesta a un previo ataque de Kiev hicieron que Trump se preguntara si el presidente ruso no estaría “loco” para proceder de esta manera. Lavrov respondió diciendo que nadie le puede decir al presidente de una superpotencia nuclear cómo proceder, aunque también subrayó que lo sucedido no debería perjudicar las negociaciones. Jeffrey Sachs dijo hace poco en una entrevista con Pascal Lotas que frente a los tres grandes temas de la negociación de fondo (la neutralidad de Ucrania, las anexiones territoriales y las garantías para el cumplimiento de los acuerdos que se logren) lo que convendría sería llevar el caso al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para explorar allí las posibilidades de que China juegue el papel mediador para el que ya se ha ofrecido en el pasado, pues es evidente que siendo Estados Unidos uno de los actores principales de este conflicto no puede pretender – como desearía Trump – presentarse como amable componedor.
La otra posibilidad es la de una mediación papal, aprovechando el interés mostrado por el Papa León XIV y las conocidas habilidades de la diplomacia del Vaticano. O bien esperar que Donald Trump no sea convencido por los halcones apostándole a las amplias facultades que un presidente de Estados Unidos posee para imponer sus puntos de vista sobre quienes se oponen a ellos al interior del establishment norteamericano y europeo. Por el bien de todos los seres humanos en este planeta esperemos que alguna de ellas prospere evitando que la vieja Europa, esa misma que ha desangrado a la humanidad en sus aventuras bélicas y coloniales durante siglos prevalezca. Es obvio que Trump no es ningún estadista, que su personalidad volátil psico y sociopática es incomparable con la de personajes como Woodrow Wilson o Franklin Roosevelt, pero habría que hacer votos porque sea por negociones directas o sea por la vía de la mediación de actores como China, el Vaticano o la misma Turquía – no hay que olvidar que el proceso abierto en Estambul continúa abierto – la guerra en Ucrania termine.