Cuando la Comunidad del Carbón y el Acero iniciaron el proceso de integración europea allá por los años cincuenta del siglo pasado, la idea central de personas como Robert Schuman, Jean Monnet o Alcide de Gasperi consistía en que el trabajo de Alemania y de Francia en este proyecto conjunto debería terminar con la histórica enemistad franco-alemana. Posteriormente la “Europa de los seis” (Francia, Alemania, Italia y los países del Benelux – Holanda, Bélgica y Luxemburgo) se encargaría, junto a personalidades de la talla de un Konrad Adenauer, un Charles de Gaulle o de Jacques Delors de darle forma a lo que algunas décadas después cristalizó como la “Unión Europea” de hoy en día. Primer gran proceso de integración exitoso en el mundo, puesto que si lo comparamos con los fallidos intentos en nuestro subcontinente –incluyendo el centroamericano– estos han sido procesos que a duras penas llegan a ser de “regionalización” ya que, entre otras cosas, nunca han sabido construir instituciones supranacionales. El Parlamento Europeo, en cambio, promulga legislación de obligado cumplimiento para todos los estados miembros de la UE, a diferencia del inútil Parlacen centroamericano, facultado solo para hacer “recomendaciones”.
Y la Comisión Europea es efectivamente ejecutiva en cuanto a hacer cumplir las decisiones adoptadas en las cumbres de jefes de Estado, que adoptan decisiones por mayoría al haber superado los procedimientos de “consenso” que, en la práctica, otorgaban derecho de veto a los países miembros. Además del Mercado Común en el terreno económico, en el plano social los acuerdos de Schengen conceden libertad de movimiento a todos los ciudadanos de la UE y la capacidad de Bruselas para adoptar políticas comunes en múltiples esferas –incluyendo al Euro, como moneda común y una banca central europea– más el establecimiento de industrias como la aeronáutica – el Airbus es la única competencia de la Boeing en materia de construcción de aviones de línea– son parte de los logros atribuibles al proceso. Sin embargo, la más importante realización política de la UE es haber asegurado que nunca más Alemania, Francia e Inglaterra se desangraran en conflictos violentos entre ellos, como sucedió en esas dos horribles conflagraciones mundiales del siglo pasado.
Entonces, si la paz es uno de los logros de mayor importancia del proceso de integración, si todavía a principios de este siglo la Francia de Jacques Chirac o la Alemania de Gerhard Schröder –sin olvidar el papel jugado por François Miterrand y Helmuth Kohl en la reunificación de Alemania– fueron capaces de oponerse a la ilegal invasión de Bush hijo a Irak en el 2003, ante la irresponsabilidad de los dirigentes europeos de la actualidad cabría preguntarse ¿cómo se puede explicar la grotesca involución sufrida por una UE que terminó avasallada por Washington? ¿Cómo ya desde el 2014 jugó ese papel deleznable en el golpe promovido por los neoconservadores americanos? (Recordemos el célebre “f. the EU” de la señora Nilad) ¿cómo fue posible que Angela Merkel –que supo desempeñar una honorable gestión al frente de la cancillería alemana– y que junto a François Hollande se supone que fueron garantes del cumplimiento de los Acuerdos de Minsk que haya admitido que lo que realmente buscaba la “mediación” europea era “ganar tiempo para rearmar a Ucrania”?
Interrogantes sin respuesta porque la absurda posición belicista adoptada por los europeos, incluyendo a los británicos, porque fue Boris Johnson quien torpedeó los acuerdos de paz a los que ya habían llegado Moscú y Kiev a las pocas semanas de iniciada la “operación militar especial” del Kremlin. Esta postura guerrerista y contraria a la búsqueda de una paz negociada no solo es contraria a la razón misma que explica la existencia de la UE –la consolidación de la paz– sino que va en contra de sus intereses: el sabotaje americano del gasoducto nordstream que obligó a los alemanes a comprar gas licuado mucho más caro, el incremento en los “gastos de defensa” en detrimento del gasto social y en beneficio del complejo militar industrial que maneja a Estados Unidos, la pérdida de su condición de actores en el marco global de una Eurasia que – como ya lo señalaba Mackinder al hablar de los pivotes geográficos de la historia desde fines del siglo XIX – debería ser parte fundamental de los intereses geoestratégicos europeos ya que Estados Unidos se encuentra al otro lado del mundo separado por dos grandes océanos mientras que Rusia, China, la India, Irán o Turquía se ubican en esa gran “isla mundial” que constituye “el corazón del mundo” como lo llamaba el viejo geopolítico inglés.
De manera que ahora que Trump busca poner fin a la guerra con Rusia –no porque sea ningún pacifista sino porque atendiendo las recomendaciones de los “realistas” está reorientando su política exterior contra China, potencia a la que considera– erróneamente desde nuestro punto de vista pero ya sabemos que en el terreno de las relaciones internacionales las percepciones determinan las acciones –como un adversario culpable de desafiar una hegemonía mundial que solo existe en la cabeza del inquilino de la Casa Blanca. En efecto ahora que la multipolaridad promovida por los BRICS (o por lo menos la “tripolaridad” de Rusia, China y EE. UU.) es una realidad indiscutible, más le valdría a Washington acomodarse al nuevo equilibrio mundial en lugar de buscarse nuevos enemigos. No obstante, es claro que ese redireccionamiento de la política exterior de Trump requiere terminar ( o, por lo menos, “suspender”, “poner en pausa”) el conflicto con Moscú incluyendo lo que ya se hizo en relación a la violencia genocida contra los palestinos en Gaza.
En semejante contexto, la decisión de Trump de hablar directamente con Putin y el anuncio de la apertura de negociaciones en Arabia Saudita, excluyendo tanto a los ucranianos como a los europeos les ha descolocado dejándolos en una posición ridícula. De “aliados” en la OTAN han pasado a ser olímpicamente ignorados (Kellog, el enviado especial de Trump interrogado en una conferencia de prensa acerca de si en las negociaciones participaría Europa o Ucrania respondió de manera tajante “la respuesta a su pregunta es NO” ) y humillados, por decir lo menos. La debacle es de tal magnitud que en una cumbre convocada por el presidente francés en París no pudieron ponerse de acuerdo en cual podría ser el papel que ahora les tocará jugar después de haber obedecido servilmente a Washington durante la administración Biden: ¿pagar la reconstrucción de Ucrania? ¿Colaborar con cualquier acuerdo enviando “fuerzas de paz”? ¿Aumentar sus gastos de defensa hasta en un 3% del PIB – como les ha exigido Trump – a fin de seguir comprando armamento fabricado en Estados Unidos o alimentando su propia industria militar en detrimento de la inversión social y el bienestar de su población?
Y para colmo de males JD Vance (Trump no se molestó en viajar) les amonestó públicamente en la cumbre anual de seguridad de Múnich por censurar “la libre expresión” de los partidos de extrema derecha utilizando el supuesto “cordón sanitario” en “defensa de la democracia”. Además Vance se reunió con Alice Weidel, la dirigente del AfD (Alternativa para Alemania) la organización de extrema derecha equivalente de la organización de la señora Le Pen en Francia, cuando habría debido hacerlo con Scholz, anfitrión de la cumbre y todavía canciller federal. Como si aquí en Guatemala Marco Rubio se hubiese reunido con la señora del MP en lugar de hacerlo con el presidente Arévalo. Humillación inaudita para Berlín. A ese extremo ha llegado la decadencia de esos dirigentes europeos que inventaron el relato fantástico sobre un nuevo Zar que estaría buscando apoderarse de Europa entera cuando a los rusos les sobra territorio y carecen de población para habitarlo. Como si viviésemos todavía en los tiempos de la guerra fría y de la URSS de Stalin. Esperemos entonces que las negociaciones en curso pongan fin pronto – o por lo menos “congelen” – la aventura militar del halcón Biden contra Moscú. Trump parece haber comprendido con toda claridad que atacar al oso ruso no es conveniente, como en el pasado pudieron comprobar los franceses con Napoleón y los alemanes con Hitler.