El significado profundo del célebre “Make America Great Again” de Trump y sus partidarios consiste en admitir que Estados Unidos dejó de ser “grande” y que se encuentra inmerso en un proceso de decadencia, el cual desde nuestro punto de vista, atañe a su condición de imperio con pretensiones de hegemonía mundial, aunque no necesariamente eso implica la degradación de su condición como estado nación, que le podría permitir insertarse en el nuevo orden multipolar que se perfila en el horizonte –cuando tenga líderes dignos de ese nombre y en un futuro que esperemos no sea tan lejano– y por supuesto, siempre y cuando la estulticia de quienes mandan, por ahora, no nos conduzca a la extinción de la especie debido a una guerra nuclear o a la crisis climática.
Percatarse de su propia decadencia explica entonces porque el famoso “Maga” fue tan bien acogido por un electorado cansado de una administración –la de Biden– que resultó belicista al máximo, además de inepta en política interna. Hay que recuperar “la grandeza perdida” terminando con la globalización y el libre comercio, les dijo Trump. Paradójicamente, porque tanto la globalización (el desplazamiento de las industrias hacia los países del sur global para producir bienes pagando salarios más bajos) como los tratados de libre comercio (que provocaron un gigantesco déficit comercial debido a la desindustrialización) fueron los grandes postulados de una ideología neoliberal que se instaló como pensamiento oficial desde los años ochenta sustituyendo al pensamiento que si había hecho grande a Estados Unidos gracias a las políticas económicas keynesianas del new deal de la época de Roosevelt que permitieron que EE. UU. –junto a los soviéticos– triunfaran sobre el nazismo derrotando a Alemania y al Japón en la Segunda Guerra Mundial.
O sea que el estado de bienestar (welfare state) de un centro-izquierda moderado (demócratas y socialdemócratas en Occidente) fue descartado en beneficio de la ideología neoliberal, pero ahora resulta que la extrema derecha populista de Trump culpa a los conservadores clásicos (tanto Reagan como Tatcher lo eran) de la involución sufrida. Y como solución proponen una vuelta al proteccionismo aumentando los aranceles de las importaciones. Ya vimos cómo Trump se vio obligado a retroceder frente a México suspendiendo temporalmente la aplicación del arancel del 25%, pues como demostró el Secretario de Economía de la presidenta Sheimbaum, esto habría incrementado el costo de los automóviles fabricados en México por las grandes empresas estadounidenses. Y ya veremos cómo le irá en su guerra comercial contra China (a quien “solo” le impuso un 10%, porque los bienes fabricados en el gigante asiático inundan los mercados, algo que habría de repercutir en más inflación) mientras Beijing respondía gravando las importaciones de gas licuado, maquinaria agrícola y carbón, al mismo tiempo que demandó a Washington ante la OMC.
En cuanto a los otros dos grandes problemas de la decadencia imperial –siempre desde la perspectiva errónea del populismo del señor Trump– la migración irregular y el incremento de la drogadicción, las pretendidas “soluciones” son también equivocadas porque la migración se debe a que estos trabajadores extranjeros son indispensables –los empleos que ocupan los migrantes son rechazados por una población blanca, protestante y anglosajona “WASP” que además se encuentra en franco declive demográfico– quienes llegan al país del norte atraídos por salarios que son altos en comparación con los salarios que reciben en sus países natales.
Por consiguiente, no es levantando muros o deportando masivamente a todos quienes no tengan sus papeles en regla que se logrará resolver el problema de la carencia de trabajadores para el área de servicios o de industrias como la construcción o el levantamiento de cosechas en el campo. Estados Unidos tiene apenas 330 millones de habitantes y es el país más rico y extenso del mundo: Rusia y Canadá son mayores pero buena parte de sus respectivos territorios se encuentran en la tundra inhabitable del ártico. Sólo en la Unión Europea –con un territorio mucho más pequeño– hay más de 500 millones de habitantes si incluimos a los ingleses, que ahora seguramente lamentan haberla abandonado. Es absurdo pensar que la gente dejará de seguir llegando ya que, en última instancia, se trata de un mercado laboral que tiene oferta suficiente ¿tan difícil es entender esto para esos neoliberales que idolatran los mercados?
Y en cuanto a la drogadicción –al igual que sucede con las matanzas intermitentes provocadas por personas desquiciadas en escuelas secundarias y lugares públicos– esta resulta ser consecuencia de un malestar generalizado que ha dado lugar a la aparición de tales patologías sociales. En tanto que enfermedades psicológicas, las mismas deberían ser tratadas por procedimientos terapéuticos, pues se trata de problemas de salud pública, no de derecho penal. En otras palabras, de nada sirve reprimir a los adictos poniéndolos en la cárcel. Deberían estar en hospitales o centros de recuperación de la salud mental. Y reprimir a los traficantes de cocaína, heroína o el fentanilo que ahora se ha puesto “de moda” tampoco sirve de nada. Se matan o se ponen en prisión algunos capos que son sustituidos rápidamente por la multitud de aspirantes a reemplazar los lugares dejados vacantes. Y, esto es lo mismo que ocurre con los “coyotes” en el tráfico de personas.
En buena medida la decadencia de la sociedad norteamericana se debe a un fenómeno maligno de orden psicosocial. La mentalidad propia del liberalismo en el terreno político y del neoliberalismo en el ámbito económico son la causa de tales patologías sociales. Se trata de un individualismo exacerbado que ha llevado a la pérdida de los vínculos de solidaridad social y a eso habría que agregar la ideología estúpida que ve en el dinero y en las posesiones materiales la única razón para existir. Por supuesto, no toda la sociedad norteamericana está enferma, pero si una considerable parte de ella, pues los 77 millones de ciudadanos que votaron por el señor Trump deben haberlo hecho convencidos de que detener la “invasión” de los migrantes era necesario así como gravar el comercio exterior para revertir la decadencia imperial.
Y, por supuesto, a lo anterior habría que agregar el papel que juega la potencia del norte en el ámbito internacional que, sin ser hegemónico –es lo que Trump y adláteres quisieran– si posee un peso decisivo en cuanto a la guerra y la paz. Es cierto que el vaquero de cabello amarillo puso en su lugar a los dirigentes de Israel y de Ucrania –a quienes no invitó a su toma de posesión, dicho sea de paso– pero todo parece indicar que lo hace para concentrar su agresividad contra China, a quien ve como el adversario a derrotar dada la transformación del capitalismo mundial en el “tecno-feudalismo” de los territorios en la nube, algo que ha venido a agravarse con la aparición del Deep Seek de la inteligencia artificial china, aparentemente superior al Chat GPT puesto a disposición de todo el mundo de manera gratuita. Tal vez cabría esperar que la guerra contra Rusia se detenga, aunque sea solo mediante el cese de hostilidades como ya se hizo en Gaza. Y que lo de Groenlandia o Panamá permanezca en los aspavientos que caracterizan a Trump. Es muy difícil hacer pronósticos dada la errática personalidad del inquilino de la Casa Blanca. No obstante, esperemos que el oligárquico deep state financiero de Wall Street y de Silicon Valley intervenga en su momento para evitar una guerra “caliente” contra China, no porque sean menos belicistas que los fabricantes de armamentos sino porque la sobrevivencia de Estados Unidos –y de la humanidad entera– es lo que realmente está en juego. A un invierno nuclear nadie sobreviviría.