El expansionismo territorial norteamericano se inició en 1803 con la compra de los territorios de Luisiana a un Napoleón Bonaparte mucho más interesado en hacerse emperador de Europa que entrar en conflicto con las potencias coloniales de la época por las lejanas tierras en donde ya los franceses habían sido derrotados por la rebelión de sus esclavos africanos en Haití, primer país del continente americano en hacer su independencia después de los Estados Unidos. Posteriormente, en 1819 por medio del Tratado Adams & Onís, Washington compró a España lo que hoy es el estado de Florida. Y en 1867 se concretó la firma del tratado que permitió a los americanos adquirir de Rusia el territorio de lo que es el actual Estado de Alaska, dadas las dificultades económicas que el Zar Alejandro II sufría debido a su derrota en la guerra de Crimea contra franceses e ingleses. Si consideramos el hecho que por esas compras se pagaron 15.5 y 7.5 millones de dólares (de aquella época, pero que no van más allá de unos 500 millones de tiempos actuales) lo menos que se puede decir es que los norteamericanos hicieron un negocio fabuloso. Traemos esto a colación porque la oferta de Donald Trump de adquirir Groenlandia de Dinamarca por medio de compra, aunque muchos podrían verlo como una broma de mal gusto, si se considera desde el punto de vista de tales antecedentes históricos, no parece ser – para nada – ninguna ocurrencia graciosa de la persona que regresa a la Casa Blanca a partir del próximo 20 de enero.

A lo anterior habría que agregar algo que tampoco parece gracioso cuando Trump ha declarado que tanto Canadá como México harían bien en hacerse parte de Estados Unidos “a fin de no tener que seguir subvencionando sus economías” algo que, además de falso – si consideramos que el hecho que a pesar del déficit comercial norteamericano el tratado de libre comercio beneficia principalmente a las empresas de ese país debido a los menores costos laborales – es un pretexto ridículo que, en el caso mexicano, trae a la memoria los pretextos utilizados por los colonos norteamericanos de Texas para declararse independientes de México en 1836, algo que condujo no solo a la guerra entre los dos países sino también a la invasión de tropas americanas en 1847-48 que ocuparon la ciudad de México, así como a la pérdida de más de la mitad del territorio mexicano incluyendo no solo a Texas sino a los actuales estados de California, Nevada, Utah, Nuevo México, Arizona, Colorado y buena parte de Oklahoma, Kansas y Wyoming. Tampoco es ningún chiste la idea de cambiar el nombre del golfo de México por “golfo de América”. Y, por supuesto, no debemos olvidar que la “conquista del Oeste” se hizo en detrimento de los pueblos originarios de los Estados Unidos durante el siglo XIX quienes fueron vencidos, obligados a ceder sus tierras y confinados en “reservas indígenas” que subsisten hasta la fecha. Y tendríamos que recordar también la guerra contra España, que a fines del siglo XIX permitió a Estados Unidos apoderarse de Puerto Rico, las islas Filipinas y Cuba. Fidel Castro fue, en realidad, el verdadero artífice de la independencia cubana, si analizamos la historia desde esa perspectiva.

Pero menos gracioso aún es que Trump acuse a Panamá de haber cedido el control del canal interoceánico a China, especialmente si tomamos en cuenta que muy probablemente el inquilino de la Casa Blanca reorientará el belicismo occidental – cuya máxima expresión es la OTAN – contra Beijing “congelando” el conflicto que mantienen con Rusia por Ucrania, pues la potencia asiática ya es la primera economía del mundo y el más poderoso rival comercial y en los “territorios de la Nube” de Washington. Que es el gobierno de Panamá y no China quien administra el canal es algo que ya fue debidamente aclarado por el propio presidente panameño, pero lo sucedido recuerda, ominosamente, el origen mismo de Panamá que declaró su independencia de Colombia a principios del siglo pasado para después hacer la concesión que permitió a Estados Unidos adueñarse de la “Zona del Canal”, disfrutar de los cuantiosos ingresos del tránsito naviero y devolver la misma hasta 1999 gracias a los tratados Torrijos & Carter , mismos que ahora Trump asegura que fueron “un error” y los va a revisar. Si recordamos – además – que en 1989 Bush padre invadió Panamá, disolvió su ejército y capturó al general Noriega para ser enjuiciado en Estados Unidos acusado de narco-tráfico pues – evidentemente – no es como para que los panameños se tomen a broma los dichos de quien asumirá la presidencia de la mayor potencia militar del mundo, la cual mantiene – dicho sea de paso – un 10% de sus efectivos militares estacionados permanentemente afuera de su territorio. Sólo en Alemania y en el Japón – las dos potencias derrotadas en la segunda guerra mundial que carecen de armas nucleares y están excluidas de un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas – hay unas 50,000 tropas americanas destacadas en cada uno de ellos. Y obviamente, el principal propósito de estas fuerzas militares no es precisamente el de “defender” a estos países de las imaginarias amenazas de Rusia o de China, sino asegurar la lealtad de Tokio y de Berlín en el seno de la OTAN, por decir lo menos.

Por otra parte, a escala mundial cabe esperar que a ese gran Estados Unidos con el que sueña Trump debería agregarse el “Gran Israel” con el que sueña Netanyahu y la gente actualmente en el poder en Tel Aviv. Es ampliamente conocido que son los israelíes quienes controlan la política del Pentágono y del complejo militar industrial americano hacia el Medio Oriente. El apoyo que le dieron a los islamistas radicales y a Turquía para derrocar a Bashar el Assad en Siria responde no solo a la política de expansión territorial israelí terminando de una vez por todas con la solución de los dos Estados en relación a Palestina, anexionarse los territorios sirios no solo de los Altos de Golán sino ahora también los nuevos espacios ya ocupados incluyendo el Monte Hermon – liquidando de paso a Hezbolah en el Líbano – sino también atacar a Irán para asegurarse que no se dotará de armamento nuclear. Todo parece indicar que esa mal llamada “política de defensa” israelí será respaldada plenamente por la Casa Blanca de modo que los pronósticos hacia el futuro próximo no pueden ser más sombríos y peligrosos para la paz mundial. Quisiera equivocarme, pero no tengo elementos de juicio para ver con optimismo lo que muy probablemente ocurrirá en el mundo durante la presidencia de Donald Trump.

Luis Alberto Padilla

Doctorado en ciencias sociales en la Universidad de Paris (Sorbona). Profesor en la Facultad de Derecho y en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos. Es diplomático de carrera y ha sido embajador en Naciones Unidas (Ginebra y Viena), La Haya, Moscú y Santiago de Chile

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