Luis Alberto Padilla

Doctorado en ciencias sociales en la Universidad de Paris (Sorbona). Profesor en la Facultad de Derecho y en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos. Es diplomático de carrera y ha sido embajador en Naciones Unidas (Ginebra y Viena), La Haya, Moscú y Santiago de Chile

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En 2016 un distinguido intelectual británico de nombre Paul Mason publicó un libro que lleva como título “Postcapitalismo. Hacia un Nuevo Futuro” y en cual señalaba que el postcapitalismo se haría posible gracias a los impactos provocados por las nuevas tecnologías –como la informática– que ha venido “difuminando las líneas que separan el trabajo del tiempo libre” al mismo tiempo que los “bienes informacionales” corroen la capacidad del mercado para “formar o establecer precios correctamente” porque los mercados se basan en la escasez “pero la información es abundante”. Sin embargo, ya en esos años Mason constataba también la existencia de un peligroso “mecanismo de defensa” del sistema capitalista consistente en la formación de monopolios “a una escala desconocida desde hace 200 años”, aunque Mason sostenía que tal situación sería insostenible en el largo plazo. Por otra parte, para el autor inglés el auge espontáneo de la producción colaborativa sería el factor decisivo en una evolución positiva hacia un postcapitalismo en sentido progresivo, no regresivo: “el mayor producto informacional del mundo (Wikipedia) lo han elaborado 27,000 voluntarios que no cobran por su trabajo, con lo que destruyen de un plumazo el negocio de las enciclopedias y, según las estimaciones, privan a las compañías publicitarias de unos 3,000 millones de dólares anuales en ingresos”. Guardo todavía en mi Biblioteca –como si fuese reliquia de museo– los 36 volúmenes de la Enciclopedia Británica que desapareció, al igual que cientos de negocios de este tipo, porque no pudieron oponerse a la competencia de Wikipedia o de la información que ahora se puede obtener gracias a un simple dedazo sobre Google.

De manera que las cosas efectivamente marcharon en la dirección que Mason pronosticaba, pero lamentablemente no en sentido positivo o progresista. En lugar de ese nuevo futuro promisorio los monopolios crecieron (como Apple, Tesla, Google) y las grandes plataformas como Amazon, Facebook, Twitter (X), Uber, YouTube, WhatsApp, Instagram, Spotify, Netflix, HBO, Disney, etc. se encargaron de colocar a productores y consumidores en situación de vasallaje cobrando una renta no solo a los “usuarios”, quienes para no tener que soportar la insidiosa publicidad deben pagar el servicios Premium de manera parecida al Streaming en la televisión por cable que liquidó la “piratería” de los films de Hollywood, sino a también a los empresarios convertidos en vasallos de los grandes monopolios del internet quienes deben pagar una renta al “dueño” del espacio digital en forma parecida a como la comida rápida (Burger King, McDonald’s, Wendy’s, Papa Johns, Pizza Hut, Taco Bell, Panda y un largo etcétera) o las marcas (“franquicias”) en general operan con los empresarios nacionales a escala mundial. Se acabó la “inversión extranjera” ahora los inversionistas nacionales deben pagar al dueño del territorio en la nube una renta por el uso de las marcas de la misma manera que los vasallos pagaban antes al señor feudal por el usufructo de la tierra.

Por todo ello autores como Cédric Durand y Yanis Varoufakis le han llamado “Tecno-Feudalismo” a este fenómeno económico en dos libros de reciente publicación (“Tecno Feudalismo. Crítica de la Economía Digital” y “Tecno- Feudalismo: El sigiloso sucesor del Capitalismo”). Obviamente ya han aparecido las críticas que eran de esperarse de aquellos que aseguran que las plataformas digitales operan dentro del mercado como cualquier otro “producto”, aunque el “producto” de tiendas como Amazon o de los proveedores de servicios de entretenimiento en TV, música, videos – podcast – no sea nada material sino que consiste en la influencia que se ejerce en el comportamiento de la “demanda”, o –en otras palabras–  de los “usuarios” – todos nosotros los ciudadanos de a pie–  gracias a los algoritmos de la Inteligencia Artificial o IA. Hay también quienes dicen que las rentas que perciben estos grandes monopolios de la web no implican ninguna transformación de la forma tradicional de acumulación de capital, la cual se logra gracias los beneficios que los empresarios obtienen en el ámbito de la producción industrial, la construcción, los servicios, la agro-industria o cualquier otra actividad económica gracias a la plusvalía del trabajo asalariado, algo difícil de aplicar a quienes no hacen nada para recibir a cambio la renta correspondiente. Cuando el correo electrónico de Google se inició (el Gmail) todos caímos en la trampa de su gratuidad, ahora debemos pagar para conservar –estúpidamente– en nuestras computadoras personales infinidad de correos de publicidad y basura electrónica similar que no se pueden eliminar a no ser que recurramos a los servicios de algún técnico en informática. Y a eso hay que agregar que a cambio de nuestros datos personales estos monopolios del internet perciben también enormes beneficios. O sea que estos gigantes monopólicos u oligopólicos nos han convertido a todos en “trabajadores involuntarios” –productores de “bienes informacionales”– gracias a los teléfonos inteligentes de que están provistos ahora desde los más ricos hasta los lustradores de zapatos.

No obstante, para Varoufakis en última instancia la cuestión del “nombre” que se utilice para designar la transformación de la economía contemporánea carece de importancia. Sucede algo parecido a lo que pudo haber ocurrido a principios del siglo XIX cuando el feudalismo aún no desaparecía del todo pero ya el capitalismo era el sistema económico que se perfilaba como dominante. De modo que si ahora quisiéramos llamar “hipercapitalismo” o “capitalismo rentista” a lo que él llama “tecno-feudalismo” no es algo que merezca ningún debate profundo. Lo que realmente importa es darse cuenta que nos encontramos en el umbral de una nueva era caracterizada por el “territorio digital” que estos grandes señores del cyber espacio (Bill Gates, Elon Musk, Marc Zuckerberg, Jeff Bezos y otros) poseen en la nube, el cual es de tal magnitud que –sin producir bienes materiales– no solo han sometido a vasallaje rentista al gran empresariado capitalista (la industria automotriz mundial, por ejemplo) sino también al mediano (los fabricantes de “ropa de marca” o de electrodomésticos, televisores, computadoras y aparatos electrónicos de toda índole) o pequeño (las empresas agroexportadoras y PYMES de los países en desarrollo) sino que a todos los “usuarios” en el mundo del entretenimiento que ahora no pueden vivir sin estar conectados a la “red”. Es decir, virtualmente, todos los habitantes del planeta.

Los nubelistas , nos dice Varoufakis, controlan la economía mundial y a través de ella –por supuesto– ejercen su influencia sobre los gobiernos del mundo entero. Y aquí es importante constatar que no solo Estados Unidos tiene territorios bajo su control en la nube también los tiene China (Huawei Cloud, TikTok, Alibaba Cloud, Baidu, Tencent Cloud, China Telecom Cloud, AWS China, Kingsoft, Inspur etc.) siendo el gigante asiático el único competidor de los gigantes del internet norteamericanos. No hay otro. Ni Europa ni ningún otro país del mundo posee espacio digital en la nube como lo poseen chinos y americanos. Y esto permite comprender también el choque que se avecina entre estas dos grandes potencias mundiales (China ya es la primera potencia económica mundial según datos del FMI y del Banco Mundial). En esta nueva guerra fría es ridículo pensar que lo que está en juego es la libertad y la democracia en Taiwan como tampoco fue nunca eso lo que llevó a Victoria Nuland (que ha estado en todos los gobiernos desde la época de Bill Clinton) a organizar el golpe de estado del 2014 que condujo a la guerra de Ucrania. Trump quiere sacar a Estados Unidos de esa inútil guerra contra Rusia porque desde su primer período estuvo bajo la influencia de quienes se dan cuenta –el complejo militar industrial, la oligarquía o deepstate norteamericano– que China es el único peer competitor (como la llama Mearsheimer) del Imperio. Con el agravante que los americanos se encuentran en desventaja frente a China, porque los nubelistas de Silicon Valley NO controlan los medios de pago, ya que estos se encuentran en manos de Wall Street, banca privada dentro de la cual se encuentra la misma Federal Reserve.

Por eso en Estados Unidos los medios de pago (American Express, Master Card, Visa y, por supuesto el sistema Swift interbancario) conservan su feudo de Nueva York separado del feudo de la nube en el San Francisco de Silicon Valley. En cambio, los chinos tienen integrados sus medios de pago gracias a que en ese país de capitalismo estatal la banca central del Estado también controla los medios de pago y a los empresarios del territorio digital de la nube. En Estados Unidos la banca privada controla al Estado –por eso los rescataron inmediatamente cuando se produjo la crisis financiera del 2008– mientras que en China el sector público –el Estado– controla a la banca. Y es por ello que la disputa por los medios de pago mundiales –todavía el dólar reina en ellos– explica también la guerra comercial que Biden prosiguió alegremente contra China (a pesar de que esta fue  iniciada por Trump durante su primer período) confirmando así que más que un sistema “bipartidista” en la potencia del norte existe un “unipartidismo” al servicio de su propia oligarquía. Así se explicaría también que países como Arabia Saudita, los Emiratos del Golfo o Turquía estén dejando de poner todos sus huevos en la misma canasta del dólar incorporándose a los BRICS y los medios alternativos de pago que ellos emplean, por ahora, utilizando sus propias monedas nacionales (sin que ello signifique dejar de operar con el dólar cuando así convenga). Eso es lo que está realmente en juego a escala mundial y es también lo que permite pensar en que la actual guerra fría contra China podría, muy pronto, convertirse en “caliente” si no se encuentra una forma de apaciguar a Trump. Crucemos los dedos deseándole buena suerte a la humanidad porque lo que está en juego es nada más –y nada menos– que la extinción de la especie.

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