Luis Alberto Padilla

Doctorado en ciencias sociales en la Universidad de Paris (Sorbona). Profesor en la Facultad de Derecho y en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos. Es diplomático de carrera y ha sido embajador en Naciones Unidas (Ginebra y Viena), La Haya, Moscú y Santiago de Chile

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La desaparición física de Alfredo Mackenney es una gran pérdida, no solo para su familia y amigos sino también para esta patria que tanto amó,  porque si en algo pudo distinguirse siempre fue en su amor por Guatemala.  Además infinidad de personas, los viejos amigos del Club Andino, quienes fueron sus pacientes  (este “escribidor” incluido) al igual que muchísimas otras personas, desde los cofrades del altiplano que recibían sus frecuentes visitas en los tiempos en que pudo documentar en cine todo el amplio  folklore popular de los días de fiesta de las distintas comunidades del altiplano hasta los habitantes del municipio de San Vicente Pacaya –  Alfredo era  “vecino honorario”, algo de lo  cual siempre estuvo orgulloso –  así como los campesinos de localidades como San Francisco o El Cedro,  en donde ahora se ubica el Parque Nacional Volcán de Pacaya. 

Conocí a Alfredo a principios de los años sesenta durante una ascensión al volcán de Fuego y desde entonces conservamos nuestra amistad porque le invité a hacerse miembro de la Federación de Andinismo, algo que me llevó incluso (en 1971) a oficiar su matrimonio civil con Luz Egurrola, la compañera de toda su vida y madre de sus cuatro hijos. Y bueno si, fue  en el Fuego no en el  Pacaya en donde nos conocimos, pues por aquellos años este último todavía no recobraba su actividad. Sin embargo, cuando allá por 1962 comenzaron de nuevo sus erupciones Alfredo se dedicó en cuerpo y alma a “su volcán”,  el Pacaya,  en donde se formó un gran cráter lateral en el costado occidental de lo que hoy en día es oficialmente llamado  “Cono Mackenney”, en realidad uno de los cuatro picos de lo que en su conjunto es una gran caldera volcánica, cuyo asiento principal es el cráter-laguna que lleva por nombre “laguna de calderas”.    

Alfredo se entusiasmó de tal manera por la documentación fílmica de la evolución del proceso de actividad volcánica que semanalmente visitaba tanto los “ríos de lava” como los vistosos juegos pirotécnicos que nos deslumbraban por la noche y así se explica  que a lo largo de su vida  (hubiese cumplido 93 años el próximo 26 de agosto) haya completado más de 1,600 ascensiones al volcán. Su fama fue más allá de nuestras fronteras,  hizo amistad con vulcanólogos de renombre internacional como el doctor Richard Stoiber del Darmouth College en Estados Unidos; el francés Haroum Tassief –padre de la vulcanología moderna– y otros como los esposos, también franceses,  Maurice y Katia Kraft, quienes murieron en el flujo piroclástico en la cumbre de un volcán de Japón.  

Fotografías de Alfredo Mackenney fueron publicadas en el National Geographic y hay que recordar que durante muchos años fue corresponsal del Smithsonian Institute  en Washington, gracias a su capacidad para ir ilustrando fotográfica y fílmicamente los cambios que ocurrían en el volcán. Por cierto, es en los libros del Smithsonian en donde primero se comenzó a hablar del  cono Mackenney  refiriéndose  a la protuberancia basáltica inicial que se fue formando al interior del cráter lateral ya mencionado. Actualmente este pequeño cono ha desaparecido absorbido por el cono principal de modo ahora es la cumbre principal del macizo volcánico la que lleva su nombre. Un acto de justicia de la Madre naturaleza podríamos decir porque incluso todo el conjunto podría ser conocido ahora como volcán Mackenney. Al fin y al cabo, hasta donde llega nuestro conocimiento la montaña misma no se caracteriza por ser muy  fructífera en esa tan chapina planta comestible.  

Alfredo no solo fue vulcanólogo, también fue cineasta destacado así como un aficionado a la arqueología, algo que en este país –cuna de la civilización Maya– ofrece siempre un amplio y valioso abanico de posibilidades,  de modo que pronto lo tuvimos convertido en  experto en la elaboración de maquetas de los diferentes centros arqueológicos que fueron reproducidos con la exactitud y meticulosidad que siempre le caracterizó, así como a la reproducción en yeso de muchas de las joyas arqueológicas de nuestro país. En cuanto a las maquetas, estas  fueron donadas a los museos nacionales y aquí tenemos que decir –porque  fue algo muy doloroso para él– que la anterior administración del gobierno Giammattei,   cometió la grosería de devolverle un par de ellas –bastante arruinadas, dicho sea de paso– por “falta de espacio”.  Se colocaron en una de las salas y en el garage de su residencia, algo que le permitió durante estos últimos años dedicarse a su reparación para dejarlas en condiciones de volver a ser puestas en exhibición. Sabemos que el Museo Popol Vuh ha ofrecido  albergarlas aunque también lo ha hecho Liwy Grazioso, Ministra de  Cultura de la administración actual, quien además gestionaba la condecoración de la Orden del Quetzal para nuestro amigo (que ahora debería concederse en forma póstuma).  

Algo que su hija Lucía dijo en el sepelio de su padre el pasado lunes  es que para una persona que fue tan feliz toda su vida, la despedida final tendría que ser motivo de alegría, no de pesar, y con la ayuda de un celular se improvisó  una de sus rancheras favoritas. Y es que, efectivamente, Alfredo transmitía su felicidad hasta cuando se le hacían consultas médicas: “No tenés nada. Es lo que ahora está dando. Pronto estarás bien. Solo tomate estas pastillas, por aquello de las dudas…” y estos últimos años acostumbrábamos reunirnos para almorzar en su casa durante los “sábados alegres” con su familia y amigos complementando así las inolvidables fiestas anuales de su cumpleaños  así como la tradición de juntarnos en su casa para celebrar el 31 de diciembre.   Claro, sin el amor y apoyo constante de su esposa Luz –fue la luz de su vida literalmente–  Alfredo no hubiese sido tan feliz  al igual que gracias a la compañía  de sus  hijos María Isabel, Lucía, Carlos y Tono al igual que de sus seis nietos y nietas sin olvidar a esa gran cocinera que ha sido siempre Patricia. Ahora el espíritu de Alfredo vivirá siempre feliz tanto en nuestra memoria como en las cumbres de sus amadas montañas y en toda la geografía de esta Guatemaya que tanto quiso. En una preciosa fotografía nocturna –colocada frente a su féretro mortuorio–   aparece el Cono Mackenney, “su cono”  en plena erupción, con una  luna que resplandece  sobre el flujo rojo de la lava incandescente, que reza: “Alfredo estarás lejos…pero cerca y siempre brillarás para nosotros!”

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