Si hacemos un análisis histórico de la forma como ha sido posible evitar la guerra en el mundo desde que se estableció el orden de Westfalia en 1648, cuando el Acuerdo de Paz que se negoció en esa región de Alemania puso fin, más que a la guerra de los 30 años entre las dinastías de los Borbones en Francia y de los Habsburgo en Austria –los actores principales– a las guerras de religión que duraron más de un siglo –y que provocaron millones de muertos en Europa debido al afán de los príncipes protestantes de emanciparse de la tutela del Vaticano, habría que constatar que, a pesar de los pesares, el equilibrio de poderes y el derecho internacional han sido fundamentales para mantener una paz que, a pesar de algunos sobresaltos bélicos se mantuvo durante largos períodos.
En consecuencia, podemos afirmar que para mantener la paz el equilibrio entre las potencias que manejan el mundo en determinados períodos históricos es tan importante como el respeto a los tratados y al derecho internacional. No obstante, el principio pacta sunt servanda tiene un corolario implícito: si alguno de los “actores principales” rompe el equilibrio, la regla básica de respeto a los tratados se derrumba. De manera que frente a una situación de guerra el cumplimiento del derecho internacional –algo primordial aceptado en forma unánime por la comunidad internacional y reiterado recientemente por los presidentes de Brasil, México y Colombia en ocasión de explicar su no participación en una cumbre sobre Ucrania celebrada en Suiza– queda “suspendido”. Es decir, no se puede pedir cumplir con el derecho internacional a Rusia –como hizo el presidente de Chile en Suiza– si al mismo tiempo la OTAN ha roto el equilibrio que rige las relaciones entre las superpotencias que triunfaron en la Segunda Guerra Mundial. Implícitamente el equilibrio de poderes se encuentra regulado en la Carta de Naciones Unidas, pues el artículo 27 en su inciso 3, al conceder derecho de veto a los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad (Estados Unidos, Rusia, China, Francia y Gran Bretaña que son también las potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial) lo que hicieron fue, en la práctica, darle concreción normativa a dicho principio. Por esa misma razón tampoco es casual que las potencias derrotadas no sean miembros permanentes del Consejo de Seguridad y carezcan de armamento nuclear. Los vencidos no solo quedaron excluidos del equilibrio de poder mundial desde el fin de la Segunda Guerra sino que Estados Unidos mantiene unos 40,000 hombres estacionados permanentemente en territorio de Alemania y del Japón.
Pero el caso de los derrotados alemanes y japoneses no es el de Rusia, potencia triunfadora y la primera en llegar a Berlín en mayo de 1945. El equilibrio establecido por la Carta de Naciones Unidas, es decir por el derecho internacional es exclusivo para las cinco potencias atómicas. De modo que ninguno de estos actores principales puede arrogarse el derecho de intervenir en la zona de influencia de uno de ellos y menos aún si con ello se pone en riesgo (amenaza existencial) a una de estas superpotencias nucleares porque –como consagrado por el derecho de veto– esto implicaría introducir un desbalance en la correlación de fuerzas a escala mundial. Así, la presencia rusa en África subsahariana poniendo en riesgo el suministro de uranio para las centrales nucleares francesas –que generan un 70% de su energía eléctrica– podría explicar la amenaza de Macron de enviar tropas a combatir en Ucrania. Y lo mismo podría pasar si los rusos invitaran a Venezuela, Cuba o Nicaragua a hacerse parte de una alianza militar (por ahora inexistente) enemiga de Washington. Moscú puede enviar buques de guerra y submarinos nucleares de visita a La Habana, pero los rusos no pueden pedirle a los cubanos ingresar a una alianza enemiga de Estados Unidos, so pena de otra crisis de los cohetes similar a la de 1962 o de provocar guerras localizadas con armas convencionales parecidas a lo de Ucrania.
Pero volvamos a la historia, porque si la desconocemos estamos condenados a repetirla –como dijo Georges Santayana y aparece en la negra placa colocada como un recordatorio simbólico justamente en el campo de concentración de Auschwitz, uno de los tenebrosos lugares en donde los nazis pusieron en marcha el holocausto (The one who does not remember history is bound to live through it again) algo que ahora convendría recordar a Israel a propósito de Palestina. Pero lo que nos interesa destacar es que en 1789 los revolucionarios franceses rompieron el equilibrio de Westfalia– tanto ellos como un Napoleón que quiso hegemonizar al continente y tal vez lo hubiera logrado a no ser por el error cometido cuando atacó a Rusia en 1812, algo parecido a lo que hizo Hitler durante la segunda guerra. Napoleón fue derrotado por una coalición de ejércitos europeos al frente de los cuales estaba, como no, la Gran Bretaña, pero lo importante es subrayar el hecho que las negociaciones de paz– conducidas por ese maestro de la diplomacia que fue el príncipe Von Metternich –no solo concluyeron con el tratado firmado en Viena en 1815 sino que, habiendo tenido el cuidado de no excluir a la derrotada Francia, contó con la presencia de Talleyrand, convertido en ministro de exteriores de Luis XVIII y quien le tocó firmar el instrumento internacional que consagró el equilibrio de las cinco potencias que dominaron Europa durante casi un siglo: Rusia, Prusia –después convertida en el Imperio Alemán gracias a Bismarck– así como Austria, Gran Bretaña y Francia.
Y, como también conviene traer a memoria en estos convulsos años que vive el mundo, el equilibrio se rompió de nuevo en 1914 debido al ultimátum del emperador Habsburgo, Francisco José, a los gobernantes de Serbia, de donde era oriundo el terrorista que acabó con la vida del príncipe heredero del trono del Imperio Austrohúngaro. Sin embargo, las negociaciones del tratado de Versalles, al final de esa Primera Guerra Mundial en la que fue decisiva la participación de Estados Unidos, excluyeron a los dos derrotados imperios germánicos de modo que la desaparición del imperio de los Habsburgo y la fracasada república de Weimar condujo con relativa rapidez al surgimiento de un Hitler ávido de venganza en 1933. Sostenemos entonces que el período 1919-1939 fue realmente una tregua en esas contiendas bélicas europeas mal terminadas debido al idealismo de un Woodrow Wilson cuya ceguera ideológica le impedía ver al mundo desde una perspectiva realista.
En 1945 la derrota de Alemania y el Japón fue fundamental para el establecimiento de un nuevo equilibrio que esta vez debía girar en torno al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas cuyo diseño, inspirado por Roosevelt, debía haber garantizado la paz y seguridad internacionales. Sin embargo la seguridad colectiva funcionó solo en dos ocasiones (la guerra de las dos Coreas en 1950 y la del Golfo Pérsico en 1991) porque la Guerra Fría consagró un equilibrio del terror entre las dos superpotencias nucleares el cual – supuestamente– habría terminado con la caída del muro de Berlín en 1989 y el fin de la guerra fría. Y decimos “supuestamente” porque hay que tener claro que aunque la URSS y el comunismo colapsaron, Rusia continuó siendo una superpotencia nuclear – las negociaciones START nunca progresaron– habiendo quedado en situación de grave desventaja, pues habiéndose retirado de los países de Europa Oriental (lo que permitió la reunificación de Alemania), reconvertido su economía al capitalismo y disuelto su propia alianza militar (el Pacto de Varsovia) no tuvo la contrapartida esperada por Gorbachov pues Bush padre no disolvió la OTAN y el complejo militar industrial se encargó de extender la alianza a Europa oriental, incluidas antiguas repúblicas soviéticas como los países bálticos. No se necesita ser un experto en relaciones internacionales para darse cuenta cuando a una mesa le hace falta una pata. Ese grave desequilibrio explica que la guerra fría subsistiera, aunque adoptando la modalidad de tregua –parecida a la de los veinte años de entre guerras– que terminó en el 2014 cuando el derrocamiento de un presidente pro ruso en Kiev condujo a la drástica reacción del Kremlin anexionando Crimea y promoviendo el levantamiento de los pueblos ruso parlantes de la región del Donbás. Si a ello le agregamos el engaño de los acuerdos de Minsk y la negativa occidental de neutralización de Ucrania es fácil explicar el estallido de la guerra en febrero del 2022.
¿ Cómo terminar con esa nueva conflagración europea que amenaza la paz mundial? Ciertamente no es convocando a cumbres absurdas a las que no se invita al principal contendiente militar (vimos lo ocurrido en 1919 por no haber invitado a Alemania a las negociaciones de Versalles, vimos lo ocurrido en 1989 cuando solo se disolvió una de las dos alianzas militares enemigas), conferencia, además, a la que no se digna asistir el presidente del país que desató la guerra. Putin puso ya sus condiciones para negociar la paz: la neutralidad de Ucrania y el reconocimiento de los territorios anexionados, algo que, obviamente, no iba a ser aceptado por el bloque occidental. Como la guerra no puede ser ganada por estos últimos sin intervenir directamente y como Rusia no podría derrotar a la OTAN sin recurrir a su armamento nuclear estamos a las puertas de una tercera guerra mundial, a no ser que, por lo menos, se conviniera en un cese de hostilidades para “congelar” el conflicto, algo como lo sucedido en la guerra entre Corea del Norte y Corea del Sur – que nunca negociaron ni firmaron ningún acuerdo de paz– en la contienda entre la India y Pakistán por Cachemira, así como en Chipre y en las alturas del Golán – territorio sirio ocupado por Israel– para dar algunos ejemplos. De lo contrario, como dijo Chejov en una ocasión, si a un dramaturgo se le ocurre poner un fusil como adorno del escenario en una obra de teatro es porque al final de la misma alguien lo tendrá que utilizar. Sólo que en este caso se trata del escenario mundial y el fusil es nuclear.