Luis Alberto Padilla

Doctorado en ciencias sociales en la Universidad de Paris (Sorbona). Profesor en la Facultad de Derecho y en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos. Es diplomático de carrera y ha sido embajador en Naciones Unidas (Ginebra y Viena), La Haya, Moscú y Santiago de Chile

post author

En anteriores artículos hemos sostenido que en nuestro país nunca ha existido un sistema democrático digno de ese nombre. Ha habido intentos por establecer la democracia, el primero de ellos después de la independencia cuando – copiando a Estados Unidos – se quiso poner en marcha a la “República Federal de Centroamérica” la cual naufragó cuando el autoritarismo de Morazán se estrelló contra el autoritarismo de los conservadores y de Carrera en medio de cruentas batallas que finalmente ganaron los conservadores con su caudillo. Lo de Barrios  en 1871 no se puede llamar ni revolución ni liberal, aunque si se podría considerar “reforma” (en lo económico)  por el hecho que tanto Barrios como sus seguidores se apropiaron de cuentas tierras pudieron, incluyendo las expropiadas a la Iglesia y a las comunidades indígenas,  indispensables para introducir el cultivo del café destinado a convertirse en nuestro principal producto de exportación,  algo decisivo  para una “modernización” del país que incluyó – cómo no – el Registro de la Propiedad, el ferrocarril, la introducción de la energía eléctrica, o la institucionalización del ejército.   En los años veinte una movilización ciudadana terminó con los más de veinte años de dictadura de Estrada Cabrera, pero su sucesor  fue prontamente derrocado por el general José María Orellana.  De manera que el segundo intento democratizador ocurrió hasta los años de la “primavera democrática” de 1944-54, que terminaron por obra y gracia de los hermanos Dulles, así como de una oligarquía que dejó de ser “criolla” en la medida de su mestizaje creciente no solo con los “linajes” de  Carrera y Barrios sino por la llegada de inmigrantes europeos a quienes se les ofrecieron tierras para instalarse en el país.  El tercer intento democratizador se inició en 1985 como una respuesta del ejército para neutralizar a la URNG así como para – posteriormente –  encarrilar el cumplimiento de los Acuerdos de Paz de Esquipulas II y la política de neutralidad activa de Vinicio Cerezo.  Entonces  lo que hemos tenido en nuestra agitada historia son intentos democratizadores: todavía estamos inmersos en la crisis política provocada por el  pacto de corruptos que el año pasado quiso dar un golpe de Estado (al frente del cual pusieron a la fiscal general)  golpe que solo pudo evitarse gracias a la movilización de los pueblos indígenas (los mayas vivientes como les llamaría Martin Prechtel, a  quien mencionamos adelante)  bajo la conducción de los 48 Cantones de Totonicapán. Es lo que nos permitió salvar la frágil democracia en reconstrucción gracias a la Constitución de 1985.

Pero volviendo a nuestra interrogante acerca de lo que hay detrás de esas “fachadas democráticas”,  nuestra respuesta es que en el fondo se encuentra un  régimen político profundamente autoritario cuyas raíces se remontan a la colonia y se prolongan hasta nuestros días. Por eso, si queremos establecer una auténtica democracia en Guatemala tenemos que “descolonizar” el sistema político. Y para ello hay que comenzar con perderle el miedo a esas supuestas “autoridades” que fueron impuestas en el marco de ese autoritarismo colonial remanente del pasado. Y además hay que desmantelar tales estructuras, no solo porque carecen de legitimidad y responden a los intereses del pacto de corruptos sino porque es necesario avanzar el proceso de (re) construcción de la democracia. Descolonizar es democratizar. Para que el estado de derecho sea operativo necesitamos fiscales y jueces independientes que piensen en la ley y en la justicia como el principal faro de orientación para su trabajo. Descolonizar es establecer un sistema de justicia conducido por jueces probos e independientes. Por los mismos motivos también una de las  principales tareas del gobierno del presidente Arévalo es limpiar los organismos del Estado de la presencia de las pseudo autoridades que fueron nombradas por ese aprendiz de dictador que fue Giammattei.

Tales “ pseudoautoridades” se han dedicado  a bloquear sistemáticamente la acción de gobierno: no ha sido posible nombrar al presidente del Banco de los Trabajadores –ya no digamos al presidente del Banco de Guatemala y nos preguntamos qué pasa con otros bancos estatales, como el CHN o semiestatales como Banrural–  tampoco Semilla puede actuar como partido político y carecen de bancada en el Congreso, el gobierno no puede evitar que se continúe criminalizando a los operadores de justicia honestos, muchos de ellos en el exilio y ¡el colmo! : el MARN ahora ni siquiera podrá implementar adecuadamente la obligación que tienen las municipalidades de construir plantas de tratamiento de aguas servidas y desechos sólidos que contaminan nuestras carreteras, ríos y lagos, porque la CC amparó a la ANAM y la última “gracejada” de estas pseudoautoridades, no menos ominosa: el ataque del MP contra el Ministerio de Finanzas, según noticia del martes 11 de junio.  Por eso urge  la  destitución de esta gente,  aunque admitimos que, en el peor de los casos, el momento para hacerlo es algo que depende de una evaluación política que solo el Presidente de la República puede hacer con base en la información que reciba de los organismos de inteligencia del Estado –  tanto civiles como militares –  los cuales están bajo su control. No hay alternativa: o se desmantela el autoritarismo colonial – esa excrecencia cancerosa del pasado – o continuaremos viviendo una  “democracia de fachada” y el mandato recibido por el presidente Arévalo para establecer una democracia auténtica quedará sin ser cumplido.

Y para que los lectores comprendan mejor lo que quiero decir al hablar de “pseudoautoridades”  me remito a una anécdota leída en el libro de un norteamericano –  suizo por su padre e indígena iroqués por su madre criado en una reservación india del estado de Nuevo México –    de nombre Martin Prechtel (Secrets of the Talking Jaguar. Unmasking the Mysterious World of the Living Maya) que vivió 14 años con el pueblo T’zutujil de Santiago Atitlán en los años del conflicto armado (por eso tuvo que “exiliarse” en Estados Unidos),  se casó con una mujer indígena, tuvo familia con ella  y se hizo chamán gracias a las enseñanzas de su mentor, el chamán Nicolás Chiviliú Tacaxoy.   Prechtel relata en su libro cómo fue su llegada  a nuestro país: después de haber sido asaltado en México,   llegó a la frontera de La Mesilla en Huehuetenango sin pasaporte ni dinero. Pidió hablar con el Jefe de Migración para explicar su situación. Le hicieron esperar,  de modo que se puso a tocar su guitarra y a cantar rancheras en español para alegría de los presentes. Cuando el Jefe llegó –estaba “con sus tragos” dice el autor–  le escuchó cantar, le gustó y decidió invitarlo a comer a un lugar cercano. Los subalternos le dijeron que no podría hacerlo porque el “changarro”  estaba adentro del territorio guatemalteco y “el gringo no tiene papeles”. La respuesta del Jefe fue categórica: ¿Qué no tiene papeles? ¡Aquí la autoridad soy yo! ¡Yo hago y doy los papeles! Y él mismo redactó en una hoja de papel sellado la autorización que “La Autoridad” concedía a Prechtel para ingresar a Guatemala. Después de tomar cervezas y divertirse el Jefe le regaló dinero e incluso obligó a un viajero californiano a llevarlo –  “es su paisano así que no puede decir que no” – . Sin embargo,  el “paisano” se negó,  algo que provocó la cólera de esta “Autoridad” local quien de inmediato le conminó,  de manera brutal: “lo lleva o no entra a Guatemala”. Así fue como Prechtel inició su nueva vida en nuestro país,  y, por supuesto, cualquier parecido con la forma como actúan algunas de nuestras “autoridades”  en el Organismo Judicial o en el Ministerio Público es pura coincidencia.

Un estimado amigo decía en ocasión reciente que en nuestro país existe una contradicción permanente entre lo que dicen las normas y lo que dicen “las autoridades”. Esto es evidente al revisar las últimas resoluciones de la CC o del fiscal Curruchiche obedeciendo las órdenes de la señora Porras, e igual cosa podemos constatar en las decisiones del juez Orellana y otros. Tales pseudo autoridades dicen arbitrariamente lo que no dice la Constitución ni la Ley. Esto viene siendo así desde tiempos de la Colonia (“lo que ordena la Corona desde Madrid aquí se acata pero no se cumple”).  Por eso hay que descolonizar el sistema político, modernizarlo y hacer que la autoridades de este país actúen en concordancia con lo que decía Max Weber cuando hablaba de la autoridad racional del sistema capitalista como contrapuesta a la tradicional (propia del feudalismo y del patrimonialismo) y a la carismática (propia de algunos líderes políticos o religiosos). En conclusión: o modernizamos y racionalizamos el sistema político de Guatemala o nunca tendremos una democracia auténtica. Continuaremos siendo una lamentable “democracia de fachada” en medio de las arbitrariedades que deciden  pseudoautoridades, ilegítimas y antidemocráticas.

Artículo anteriorEl Acuerdo Agrario bajo asedio
Artículo siguienteNo tergiversar la información