Luis Alberto Padilla

Doctorado en ciencias sociales en la Universidad de Paris (Sorbona). Profesor en la Facultad de Derecho y en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos. Es diplomático de carrera y ha sido embajador en Naciones Unidas (Ginebra y Viena), La Haya, Moscú y Santiago de Chile

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La historia de Europa -esa pequeña península del gran continente Euroasiático-    es lamentable en materia de conflictos armados. Sólo durante el siglo veinte nos embarcó a todos en dos grandes conflagraciones mundiales, la “gran guerra” de 1914-19 y la pesadilla de los nazis entre 1939 y 1945. Y si nos remontamos a los principios de la Edad Moderna hay que recordar los cien años de guerras de religión que le costaron la vida a millones de europeos antes de que la paz de Westfalia pusiera fin a la confrontación entre católicos y protestantes, luego vinieron las guerras napoleónicas post revolución francesa que terminaron con la paz de Viena en 1815 e infinidad de otras contiendas menores como las guerras de prusianos contra austríacos, daneses  y franceses en el siglo XIX – cuando Bismarck se propuso unificar Alemania –  la guerra de Crimea en la cual un cuerpo expedicionario franco-británico buscó  impedir que los rusos despojaran al Imperio Otomano del estratégico paso del  Bósforo-Dardanelos   entre el Mediterráneo y el Mar Negro; las guerras balcánicas y, por supuesto, en el resto del mundo tuvimos que sufrir desde la “conquista” de españoles y portugueses  en el siglo XVI hasta la gran expansión colonial de ingleses, franceses y  holandeses durante los siglos XVIII y XIX.

Y aunque Estados Unidos – resguardado geopolíticamente por dos grandes océanos así como por México y Canadá que no implican amenaza alguna para ese territorio magníficamente aislado de la lejana Europa  –  haya sido decisivo para sacar de apuros a franceses y británicos durante las dos grandes guerras del siglo pasado es evidente que su contribución a la paz – la Sociedad de Naciones de Wilson y las Naciones Unidas de Roosevelt – no fueron ni han sido decisivas para poner a raya a países agresores (exceptuando  Corea del Norte en 1950 e Irak en 1991) como se pudo comprobar en casos como los de Vietnam (1965-1975; Irak (2003); Afganistán (en los años 80 y 2001-2021); Palestina (1948 hasta la fecha); la antigua Yugoeslavia (durante la década de los 90), numerosos países africanos  y un largo etcétera.

Y lo que es peor es que, aunque la mejor contribución de la Unión Europea a la paz haya sido que – por fin –  sea muy poco probable que franceses, alemanes y británicos reanuden violentamente sus tradicionales enemistades históricas, resulta que las susodichas  tres grandes  naciones  – azuzadas por Washington, esto también hay que decirlo  – la han emprendido ahora contra una Rusia que sin embargo  –  derrotada en la guerra fría –  no hay razones para pensar seriamente que sus líderes estén pensando en  restablecer el imperio de los zares y menos aún el que tuvo la Unión Soviética. Putin no es Stalin.  Expandir la OTAN hacia el Este y amenazar a Rusia con desmembrarla buscando hacer realidad aquello que solía decía Mackinder  (“quien conquiste el corazón euroasiático del mundo lo dominará”) es lo que ha provocado la guerra de Ucrania. Putin se proponía evitar que los occidentales la incorporasen a la OTAN,  dada la amenaza existencial  que esto suponía para Moscú,  algo equivalente a lo ocurrido en Cuba durante la crisis de los cohetes en los años 60 o lo que supondría – hipotéticamente – hacer de México miembro de alguna (también hipotética) alianza militar ruso-china o de bloques de países hostiles a los intereses de Washington.

Es bien sabido que Roosevelt tuvo el cuidado de introducir en la carta de la ONU – en el Consejo de Seguridad –  el derecho de veto para los 5 miembros permanentes triunfadores en la segunda guerra mundial (Estados Unidos, Francia, Reino Unido, Rusia y China; Alemania y Japón, los derrotados, obviamente no lo son) lo cual implica la adopción de la doctrina realista (la realpolitik como la llaman los alemanes)  que rige las relaciones entre las grandes potencias poseedoras de armamento nuclear y que se basa en el equilibrio de poderes. De manera que es ésta última doctrina –  no el derecho internacional – la que determina su comportamiento.  Por eso Bush hijo pudo atacar a Irak impunemente en 2003 y otro tanto hizo Putin en  Ucrania en 2022, al sentir el desequilibrio que hubiese significado la presencia de  la alianza militar  enemiga (la OTAN) instalada en sus puertas. Por eso es también lamentable que el rápido acuerdo de paz que ya había sido concertado entre Moscú y Kiev al principio de la guerra –  gracias a la mediación turca –   haya sido desbaratado por Boris Johnson como le dijo Putin a Tucker Carlson.

Así las cosas, los expertos ( americanos como Douglas MacGregor y Tony Shaffer; el noruego Glenn Diesen;   los españoles Pedro Baños y José Antonio Zorrilla; Emmanuel Todd  en Francia o Harald Kujat en Alemania, por citar algunos nombres) coinciden en que le ha  ido muy mal a Ucrania en esta guerra. Todo el material militar lo reciben de occidente y no en las cantidades indispensables; el casi medio millón de bajas sufridas por las tropas ucranianas hacen muy difícil su reemplazo; la ofensiva del verano pasado fue un fracaso; la caída de ciudades estratégicas como Avdiika y Bajmut agravaron las cosas.  En cambio los rusos producen todo su material de guerra (algo que ha contribuido al crecimiento de la economía, que lejos de resentirse con las sanciones se mantiene en buen estado, sobre todo gracias a las exportaciones de petróleo y gas natural a países como China e India) y los territorios anexionados están bien defendidos por artillería y misiles principalmente, lo que ha hecho innecesario el empleo de la aviación.

¿Qué hacer en tales circunstancias? Las recientes declaraciones del presidente de Francia, Emmanuel Macron, sobre la posibilidad de enviar tropas a Ucrania  (“nada está excluido”  dijo) desataron reacciones que van desde las del presidente ruso amenazando con utilizar armamento nuclear táctico hasta las de la propia OTAN y líderes europeos descartando hacer causa común con el Eliseo. Y es que, efectivamente un país con escasa población (en el territorio más grande del mundo) no está en condiciones de enfrentar a la Alianza Atlántica con armamento convencional. Puede hacerlo contra las tropas ucranianas pero no podría hacerlo contra las fuerzas de la OTAN. Esto obligaría a Moscú a usar  armamento táctico con ojivas nucleares. Y debemos recordar que Francia también posee su propio armamento nuclear (es el único país de la UE que lo tiene).  Esto colocaría al mundo entero al borde de una tercera guerra mundial que, esta vez, se libraría con armas nucleares. Y Europa sería el principal teatro de guerra.  Por el bien de la humanidad en su conjunto (porque la destrucción mutuamente asegurada de los contendientes europeos  y de los mismos Estados Unidos si se llegara a utilizar los ICBMs – proyectiles intercontinentales, el temido armamento llamado “estratégico” –  afectaría al planeta entero. Esperemos que la razón prevalezca sobre las pasiones. Y que Europa no nos conduzca, de nuevo, a una conflagración mundial. Hay que recordar que ya una vez Francia (Napoleón) atacó a Rusia y eso determinó su fin. Hitler cometió el mismo error y sabemos como terminó. Va siendo  hora que los pueblos europeos se manifiesten en las calles exigiendo la paz.

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