Luis Alberto Padilla

Doctorado en ciencias sociales en la Universidad de Paris (Sorbona). Profesor en la Facultad de Derecho y en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos. Es diplomático de carrera y ha sido embajador en Naciones Unidas (Ginebra y Viena), La Haya, Moscú y Santiago de Chile

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Emmanuel Todd se refiere a ellas en las múltiples entrevistas y declaraciones que ha dado con motivo de la publicación de su último libro (La Derrota de Occidente) recién salido en Francia y que nos ha estimulado a escribir sobre el tema. Todd no sólo habla de la existencia de democracias autoritarias, también se refiere al hecho que la democracia (la representativa) se encuentra en retroceso y es una de las causas de la decadencia de Occidente. Para él los países europeos y Estados Unidos se encuentran gobernados por “oligarquías liberales” carentes de legitimidad y que han embarcado a sus países en guerras como las de Ucrania, que no solo son impopulares, sino que han provocado efectos sociales negativos, especialmente en Alemania en donde el sabotaje contra el gasoducto submarino Nordstream, más las sanciones europeas contra Rusia han conducido al encarecimiento de la energía, inflación y otras consecuencias perniciosas mientras que esta última, por el contrario, ha diversificado su economía resistiendo adecuadamente el aislamiento que quisieron imponerle.

Aunque todavía no conocemos las particularidades del enfoque de Todd, es evidente que, si juzgamos las “democracias representativas” de esta parte del mundo partiendo de la base del número de electores que efectivamente han votado por los candidatos ganadores, es decir, incluyendo la abstención, tanto Milei como Bukele y Arévalo podrían ver cuestionada la legitimidad de su elección (no la legalidad, que es otro asunto) dado el enorme abstencionismo. Dicha legitimidad está destinada a ganarse entonces cumpliendo con el mandato de los electores. Milei haciendo efectiva su promesa de devolver estabilidad económica a un país en crisis, pero que pronto verá “cuesta arriba” que la ciudadanía acepte ir en contra del parlamento; Bukele dándole continuidad a las políticas que le han ganado apoyo popular y Arévalo realizando acciones destinadas a devolver la confianza en las instituciones y, sobre todo, combatiendo la corrupción y respetando la independencia de poderes y la autonomía de las instituciones para terminar con la democracia autoritaria establecida por Giammattei. Dicho en otras palabras, cuando en un país se coopta a los otros poderes del Estado y se les coloca en posición de obediencia respecto a uno de ellos (el ejecutivo normalmente, pero también puede ser el legislativo, como ocurre actualmente en el Perú) entonces nos encontramos frente al fenómeno del autoritarismo aunque formalmente se pretenda tener un régimen democrático.

Como es de amplio conocimiento, el expresidente dedicó su gobierno no solo al saqueo de los fondos estatales, sino también, de manera ostensible, a colocar bajo su control desde instituciones que deben ser autónomas (el Banco de Guatemala, la USAC, la PDH, la CGC, el MP, etc.) hasta el Legislativo, el Organismo Judicial, la CC y el mismo TSE el cual, sin embargo, frente a la contundencia del triunfo electoral de Semilla y de Bernardo Arévalo en el balotaje de agosto pasado, se vio obligado a reconocer dicho triunfo con las consecuencias que eran de esperarse: los obedientes MP y OJ se encargaron de pedir el desafuero de los magistrados del TSE – varios de ellos en el exilio –   para evitar ir a la cárcel, como le ha ocurrido incluso a periodistas independientes, como Jose Rubén Zamora, a quien también le cerraron El Periódico.

De manera que, si quisiéramos denominar de alguna manera el régimen político que Giammattei logró establecer, a nuestro juicio el calificativo más apropiado sería el de “democracia autoritaria” porque en eso consisten finalmente, las democracias “de fachada” que han existido desde la independencia hasta nuestros días, exceptuando la primavera democrática 1944-1954 y el intento de 1985 que, con sus altibajos, logró llegar hasta la renuncia de Otto Pérez en el 2015 – incluyendo el “interinato” de Alejandro Maldonado quien le entregó a un Morales que se dedicó en cuerpo y alma a preparar el autoritarismo que su sucesor quiso perpetuar –  . La crisis política que vivimos desde el 20 de agosto hasta el 14 de enero fue consecuencia esa búsqueda de restauración del autoritarismo que hemos tenido durante la mayor parte de nuestra historia nacional.

Tanto es así,   que el mandato de las urnas otorgado por el soberano – el pueblo – al presidente Arévalo fue, esencialmente, el de terminar con dicho autoritarismo devolviendo funcionalidad y gobernabilidad a la democracia puesta en marcha por la Constitución del 85.  En consecuencia, así se explica que una de las principales preocupaciones coyunturales sea la que concierne a los tiempos en que dicho restablecimiento democrático debe llevarse a cabo: ¿es necesario esperar dos años para renovar cortes y fiscalía general o debería esto hacerse de inmediato llamando a la ciudadanía a consulta popular para respaldar las decisiones del Ejecutivo, aunque esto implique hacer caso omiso de fallos – que ya se ven venir –   de una CC integrada por magistrados obedientes al pacto de corruptos?

Pero volviendo al tema del concepto mismo de democracia autoritaria propuesto por el académico francés, nos parece que el mismo puede ser de mayor utilidad en las ciencias sociales que conceptos como los de “democracia híbrida” (Guillermo O’Donnel), “democracias de baja intensidad”, “dictablandas y democraduras”, “democracias de fachada” etc. que han sido usados para referirse a regímenes políticos que no llenan los requisitos propios de las democracias liberales (pluralismo de partidos, elecciones competitivas, etc.).   Por otra parte, siendo claro que desde la caída de las monarquías absolutistas gracias a la revolución francesa de 1789  y dado el cambio en la concepción de soberanía – de las teocracias en las que se gobierna en nombre de Dios a las democracias en que se gobierna en nombre del pueblo – todos los regímenes políticos, fuesen estos monarquías constitucionales (como las de los países nórdicos, las islas británicas, los países bajos o España) comunistas (las “democracias populares”) o incluso el fascismo han buscado autodenominarse “democráticos”.

Que tanto los pueblos legitiman realmente las diversas modalidades de regímenes políticos es algo que tiene que estudiarse caso por caso. Pero no cabe duda que es preferible llamar a gobiernos como los de Cuba, Venezuela, Nicaragua y El Salvador “democracias autoritarias” que la dictadura de Díaz Canel, Maduro, Ortega o Bukele, porque hay diferencias entre dictaduras unipersonales clásicas (como las de Estrada Cabrera y Ubico en Guatemala o la de Pinochet en Chile para citar un par de ejemplos) y lo que han sido los regímenes de Fidel Castro en Cuba, el de Chávez y Maduro en Venezuela, el de los Ortega-Murillo en Nicaragua y actualmente el de Bukele en El Salvador, ya no digamos el autoritarismo de Giammattei aquí en Guatemala.

Y si vamos al resto del mundo nos encontramos con fenómenos como el de Vladimir Putin en Rusia (con elecciones en marzo próximo)  o el de Víctor Orbán en Hungría, sin olvidar a Erdogan en Turquía o a Xi Xinping en China: son dictadores?  Los países africanos están llenos de este tipo de democracias híbridas o autoritarias también (pensemos en la “República Democrática del Congo”), y ciertas “monarquías constitucionales” (como la de Marruecos)  y hasta las  “teocracias islámicas” (como Irán),  todas ellas celebran elecciones de cuando en cuando. Hasta Narendra Modi en la India (en donde la minoría musulmana seguramente sufre su autoritarismo)  y los gobiernos de países como Pakistán, Filipinas, Tailandia, Vietnam, Indonesia y un largo etcétera. Parece obvio que en realidad se trata de “democracias autoritarias” y no dictaduras a secas, entre otras razones porque se trata de bloques de poder quienes gobiernan, como sucedió aquí con el pacto de corruptos que todavía detenta una parte substancial del poder estatal, pero cualquiera puede darse cuenta que llamar a Giammattei “dictador” sería ridículo. El mismo Donald Trump en los Estados Unidos debe soñar todavía con el establecimiento de una democracia autoritaria en su país, que fue alabado por Alexis de Tocqueville, desde la publicación de su libro “La Democracia en América” (1835), como la democracia más antigua de la modernidad, porque ya sabemos que a quienes corresponde el honor originario (de la formulación del concepto) es a los griegos en la antigüedad clásica. Y, por supuesto, tampoco habría que confundir a las democracias comunitarias (como la de los 48 Cantones), más parecidas a la democracia directa suiza que a la “democracia representativa” de nuestra Constitución.  Esperemos que estas ideas contribuyan al debate de politólogos y científicos sociales en el sector académico.

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