Hace pocos días falleció en la Ciudad de México el doctor Enrique Dussel, una de las figuras más distinguidas e ilustres de la filosofía de nuestro subcontinente. Ya desde los años setenta – cuando tuvo que exilarse en México para escapar de la dictadura militar en Argentina, su país natal – Dussel quien ya mantenía debates académicos con filósofos como Leopoldo Zea, Rodolfo Kusch o Arturo Roig – por mencionar algunos nombres – publicó su libro sobre filosofía de la liberación, que se ubica en el marco de la teología de la liberación y de una crítica tanto al neocolonialismo cómo a la situación dependiente y periférica de nuestros países en relación a Europa y a los Estados Unidos, algo que para Dussel se manifiesta en el terreno académico bajo el nombre de “eurocentrismo”, o sea la tendencia a partir siempre del pensamiento europeo en debates teórico-filosóficos que carecen de autenticidad precisamente por no estar basados en nuestras propias realidades económico-sociales y culturales. Esta crítica a la ausencia de un pensamiento propio – conocida bajo el nombre de “giro decolonial” – lleva implícita tanto una revisión de la clásica periodización de la historia dividida en el estudio de las edades antigua, media, moderna y contemporánea, por no ser apropiada para la historia de nuestras sociedades latinoamericanas y de otras civilizaciones – como la China, India, Japonesa, Mesopotámica, Egipcia, Azteca, Maya o Inca; además de incurrir en errores como afirmar que durante la época colonial existió feudalismo cuando es claro que nuestra región se insertó de lleno en la modernidad capitalista desde que se iniciaron las colonizaciones española y portuguesa, es decir, a partir del siglo XVI y mucho antes de la revolución industrial inglesa o del fenómeno cultural de la ilustración y las transformaciones políticas que trajo consigo la revolución francesa, ambos acontecimientos del siglo XVIII.
Lo anterior significa que la colonización hispano-lusitana introdujo de lleno a nuestros países en la modernidad (recordemos que además, de acuerdo con la propia periodización histórica tradicional, la Edad Moderna – y el renacimiento italiano – se inician desde el siglo XV con la caída de Constantinopla en poder del Imperio Otomano) en la medida que fue decisiva para la acumulación originaria de capital debido a la explotación de, por ejemplo, las minas de oro y plata en México o el Alto Perú (la fabulosa y riquísima mina del Potosí en la actual Bolivia), y que dicho capital fue transferido debido al consumo suntuario de las decadentes monarquías de la península ibérica a Holanda y a Inglaterra, permitiéndole a dichas potencias no solo iniciar su propio proceso colonizador de Norte América y del Extremo Oriente iniciado durante el siglo XVII (recordemos la Nueva Ámsterdam de la isla de Manhattan posteriormente convertida en Nueva York) sino también disponer de los recursos económicos para la subsiguiente industrialización ya durante los siglos XVIII y XIX.
Siendo así las cosas, es evidente que, si a lo anterior le agregamos el cambio paradigmático del teocentrismo y del geocentrismo medieval al antropocentrismo y heliocentrismo de Galileo y de Copérnico, algo que propició los viajes de Colón y Magallanes llevando no solo al “descubrimiento” del nuevo continente americano sino también del océano Atlántico, que hasta el siglo XV era desconocido para los europeos y que, como expongo en mi libro sobre el Antropoceno y el fin de la modernidad capitalista, Europa no sólo era una pequeña península del gigantesco continente Euroasiático sino que se encontraba apenas saliendo del oscurantismo medieval. Hay que tener presente que en el siglo XV Europa entera era una península “encerrada” entre el Báltico y el Mediterráneo, que no sólo desconocía la existencia de los grandes océanos sino que era periférica en relación con las grandes civilizaciones mundiales: China, la India y la gran civilización musulmana que se extendía desde España, el Maghreb, Egipto y buena parte de África oriental y subsahariana, Mesopotamia, incluyendo al Imperio Otomano y a los países de la ruta de la seda en el Asia Central, buena parte de la India y del sudeste Asiático incluyendo la actual Indonesia y parte de las islas filipinas. Y debemos recordar también, como nos dice Dussel, que ha sido gracias a la civilización musulmana que se conservaron los conocimientos de los pensadores clásicos, porque fue en las grandes ciudades del mundo musulmán en donde filósofos como Al Kindi, Al Farabi, Averroes, Maimónides, Ibn Jaldún, Avicena y otros no solo tradujeron a los griegos clásicos al árabe sino que también al latín, lo que permitió a los escolásticos – como Tomás de Aquino y otros – descubrir a Sócrates, Platón y Aristóteles.
De manera que para Dussel la concepción eurocéntrica propiciada por el racionalismo hegeliano en el siglo XVIII que ve el movimiento dialéctico del espíritu (subjetivo, objetivo y absoluto) moviéndose del Oriente hacia Occidente es equivocada, porque en realidad este proceso ha ocurrido en sentido contrario: del extremo Occidente europeo en realidad las civilizaciones se han movido hacia el extremo Oriente del continente americano, si partimos del hecho que los primeros habitantes de nuestro continente llegaron del Asia a través del estrecho de Behring dando origen a grandes civilizaciones como las que nacieron en el valle central de México (Teotihuacán) en la península de Yucatán y en el actual Petén guatemalteco (los mayas), así como en el altiplano andino en donde floreció la civilización Inca de aymaras y quechuas. Por eso también para Dussel es erróneo pensar que la historia culmina en Europa y allí se universaliza siendo válida para el mundo entero, algo que ha dado lugar a que la civilización occidental se considere “superior” negándose al diálogo intercultural, subestimando los conocimientos provenientes de otras civilizaciones y pueblos y cometiendo lo que Dussel llamaba un verdadero “epistemicidio”.
Por esas mismas razones es que la modernidad capitalista está llegando a su fin: su cosmovisión es antropocéntrica y racionalista en grado extremo pues debido al dualismo cartesiano quienes se mueven en el ámbito de dicha “modernidad” siguen viendo a la naturaleza como distinta y separada de los seres humanos, lo que ha dado lugar a que ésta sea vista como un “recurso”. Por eso creemos que los “recursos naturales” están a nuestra disposición y todos los países se proveen de ministerios destinados a ese propósito. Este tipo de pensamiento mecanicista y dualista se niega a reconocer que la humanidad es parte de la naturaleza y que el planeta entero (Gaia, la Pachamama de los pueblos originarios) es un ser viviente, de manera que si no lo respetamos y cuidamos apropiadamente nos exponemos a nuestra extinción como especie. Tenemos que sustituir esa visión dualista y fragmentaria por una visión holística y biocéntrica, que no sea más antropocéntrica porque la nueva época geológica del Antropoceno podría conducirnos a nuestra desaparición de la faz de la Tierra. De allí que la defensa de la vida en su totalidad, la de nuestra madre Tierra y de todas sus especies vivientes, animales y vegetales, debería ser nuestra finalidad primordial (¿vivimos para hacer conjeturas teóricas y filosóficas o hacemos teoría y ciencia para poder vivir? se preguntaba Dussel). Y es aquí en donde la filosofía de Dussel se articula con la cosmovisión de los pueblos originarios y nos permite explicarnos por qué en países como Colombia el presidente Gustavo Petro presenta a su país como “una potencia mundial de la vida”, así como también entender mejor cuales son los aportes que este gran pensador latinoamericano ha hecho a lo que debería ser una correcta manera de comprender el mundo y la vida. Una comprensión que abarca las nociones de transmodernidad (porque el mundo del mañana no será ni moderno ni postmoderno, sino que avanza hacia una nueva era que será distinta pero que todavía no se puede precisar) y Buen Vivir, como postulan los pueblos originarios.