Luis Alberto Padilla

Doctorado en ciencias sociales en la Universidad de Paris (Sorbona). Profesor en la Facultad de Derecho y en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos. Es diplomático de carrera y ha sido embajador en Naciones Unidas (Ginebra y Viena), La Haya, Moscú y Santiago de Chile

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Por Luis Alberto Padilla

Hemos venido reiterando en nuestros artículos (al igual que en nuestro libro sobre extinción y sostenibilidad) que la especie humana  se encuentra al borde de un colapso completo debido a las amenazas de la  crisis ecológica provocada por el cambio climático –  que a su vez es resultado del neoliberalismo depredador –   y al riesgo de una guerra nuclear que pende, como espada de Damocles,  sobre todas nuestras cabezas. Pues bien, en lo que concierne a este segundo y aterrador escenario potencial,  tanto el ex asesor de seguridad nacional y ex Secretario  de Estado (véase: https://www.spectator.co.uk/article/the-push-for-peace/)   como el distinguido profesor de la Universidad de Chicago, teórico eminente del “realismo ofensivo” en las relaciones internacionales (véase: https://youtu.be/Cpgn3w7SL_A), y ambos intelectuales  conservadores – y por ello nada sospechosos de ser “pro-Putin” o partidarios de la victoria de Rusia en su confrontación bélica con Estados Unidos en tierras de Ucrania –  se han referido a esta situación  en tono particularmente admonitorio e inquietante.

Kissinger, quien seguramente tiene acceso a esta información gracias a los servicios de inteligencia de su país,  admite que el propósito real de haber embarcado a Rusia en la guerra  de Ucrania (con la cual Moscú pretende impedir que esa antigua república soviética se convierta en miembro de la OTAN) fue “disolverla”  o destruir su habilidad para poseer una política estratégica (“the dissolution of Russia or destroying its ability for strategic policy”)   algo que de llevarse a cabo – es lo que escribe  el casi centenario político conservador–  podría convertir al territorio ruso, que abarca 11 zonas horario  (“could turn its territory encompassing 11 time zones”)    en un vacío en disputa (“into a contested vacuum”)  ya que las “sociedades” de la antigua Unión Soviética podrían decidir resolver sus disputas por la vía  violenta (“its competing societies might decide to settle their disputes by violence”). Obviamente, Kissinger sabe muy bien que la Federación Rusa no se compone por “sociedades” sino por múltiples nacionalidades  (Rusia,  al igual que Guatemala,  es un país plurinacional y pluricultural) de modo que muchas de las repúblicas que  conforman la Federación son conglomerados de diversas naciones con culturas, idiomas y religiones distintas. La arriesgada apuesta del complejo militar-industrial norteamericano consiste pues en “balkanizar” a su enemigo de siempre – pues la guerra fría solo ha tenido una tregua desde nuestro punto de vista – enemigo que ,  aunque se haya  reconvertido al capitalismo de Estado,   sigue siendo su contendiente geoestratégico junto con la otra gran potencia nuclear y económica que es la República Popular China.

De modo que las agencias de inteligencia y el Pentágono    – inspirados por las ideas geopolíticas del inglés Halford Mackinder, para quien la supremacía mundial dependía del “corazón del mundo” ubicado en Eurasia –  diseñaron una política para fragmentar a  Rusia (Kissinger dixit)  provocando conflictos  en las antiguas repúblicas soviéticas (similares a los ocurridos en Chechenia y Georgia)  con el fin de terminar con la presencia global rusa,  a fin de lograr una hegemonía mundial de Estados Unidos solo  comparable con el  “momento unipolar” (Mearsheimer dixit) que existió brevemente durante la última década del siglo pasado,  como consecuencia de la caída del muro de Berlín y el “fin de la historia”  como lo llamó Fukuyama – algo desmentido por el   choque de civilizaciones de Huntington que finalmente se redujo a los espasmos  de un terrorismo islámico incapaz de ir más allá de sus bombas y masacres de civiles inocentes –   de tal suerte que la confrontación de las grandes potencias nucleares se reanudó con el conflicto ucraniano  en el 2014  terminando con lo que,  en realidad,  desde nuestra perspectiva solo fue una tregua de la guerra fría.

De manera que Kissinger recurre a los medios de comunicación para hacer que se le escuche, ya que está muy consciente del peligro que supone tratar de “disolver” o “destruir” a una potencia nuclear, aunque no parece darse cuenta (en su artículo acepta la posibilidad de una Ucrania miembro de la alianza atlántica)  de lo que si percibe con toda claridad John Mearsheimer, para quien Rusia no podría aceptar nunca ser derrotada en una guerra convencional ya que tener a Kiev  dentro de la OTAN supondría una “amenaza existencial” para Moscú, algo que, desde la perspectiva de la realpolitik  que rige las relaciones entre las grandes potencias no puede ocurrir o siquiera considerarse sin, al mismo tiempo,  aceptar la posibilidad de una guerra nuclear terminal y autodestructiva, que nos conduciría muy probablemente a la extinción de la humanidad.

Entonces, siguiendo la línea de análisis del distinguido profesor de la Universidad de  Chicago,  si como ha dicho el Secretario de Defensa Lloyd Austin los objetivos de Washington en Ucrania son derrotar a Rusia militarmente en la guerra convencional, destrozar su economía y terminar con la condición de gran potencia de ese país esto nos conduce a una paradoja perversa pues lo más exitoso que Occidente se encuentre de la posibilidad de conseguir tales objetivos, lo más cercano que el mundo estará del  estallido de una guerra nuclear,  situación extremadamente peligrosa que incluye la posibilidad de la completa destrucción de Ucrania. De manera que habría que volver a la doctrina MAD (mutual assured destruction) para que la disuasión funcione logrando el inicio de negociaciones serias (no como las de Minsk, que Angela Merkel acaba de reconocer que se hicieron con el propósito de ganar tiempo para rearmar a Ucrania)  en las cual, como dice Kissinger en su artículo de The Spectator, habría que tomar muy en serio la posibilidad de que referéndums bajo supervisión internacional permitan al pueblo ucraniano decidir libremente si desean permanecer en los territorios anexados por Rusia como ciudadanos de ese país o si, por el contrario,  quieren mantenerse  bajo la soberanía de Kiev.

La importancia de poner fin a la confrontación de las grandes potencias en torno a Ucrania está relacionada también con la necesidad de que Washington comprenda, de una vez por todas, que el mundo ya es multipolar, que el “momento unipolar” terminó, que  su único “peer competitor”  (como lo dice Mearsheimer) en el terreno económico  es China y que por ello más les valdría embarcarse en negociaciones multilaterales (revitalizando al G20) para disminuir no solo los riesgos de una confrontación atómica que destruiría a la civilización sino también para poner fin a la crisis ecológica, que  amenaza igualmente la supervivencia de nuestra especie sobre el planeta.

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