Por Luis Alberto Padilla
En la instalación del 34 Congreso Nacional de Exportadores colombianos el presidente Gustavo Petro intervino refiriéndose al cambio de paradigma que supone hablar de las “misiones del Estado” con base en la teoría de la economista italiano-británica Mariana Mazzucato, quien es una de sus principales asesoras en materia económica. La distinguida profesora del curso de Economía de la Innovación y Valor Público en el University College de Londres – además de directora y fundadora del Instituto de Innovación y Políticas Públicas de esa universidad – sostiene, entre otras cosas, que el Estado ha sido siempre un emprendedor (el título de una de sus obras principales es precisamente “El Estado Emprendedor”) porque al contrario de lo que dicen ciertos mitos neoliberales – que sólo el sector privado juega un papel innovador y dinámico mientras que al Estado le corresponde el papel de enmendar, si mucho, las “fallas del mercado” – ocurre exactamente lo contrario, puesto que en realidad es el sector público quien ha asumido (en los países desarrollados ya que en la periferia del mundo capitalista nuestros países continúan desempeñando, principalmente, el triste papel de proveedores de materias primas) las funciones básicas de innovación en tecnología electrónica (los componentes de un iPhone de Apple, por ejemplo), energética (los reactores nucleares pero también los paneles solares o los molinos de energía eólica), transportes (los trenes de alta velocidad en Francia, la industria aeronáutica como el Airbus) en los cuales las tecnologías empleadas provienen de investigaciones financiadas por el sector público. Estos planteamientos han sido recogidos en un libro cuya autora presentó este martes 25 de octubre en el marco del trigésimo noveno período de sesiones de la CEPAL que se celebra en el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación de Argentina.
El contenido del texto ubica de entrada al lector en un capítulo que busca rediseñar los objetivos de nuestras políticas económicas para superar “cuellos de botella estructurales” con un renovado llamamiento (si consideramos que el anterior fue la sustitución de importaciones de Raúl Prebisch en los años 50) a fin de colocar la industrialización como eje central de la problemática del desarrollo, utilizando el procedimiento de las “misiones estatales”. Por cierto, en el capítulo IV del libro se presenta una síntesis de casos aleccionadores con experiencias de Chile (sector minero), México (la industria siderúrgica de Monterrey), Uruguay (inclusión digital), Argentina (el manejo de la pandemia), Colombia (un modelo de cuidados y de salud en Bogotá), Panamá (manejo del agua como bien común) e incluso del caribe (turismo) y de Centroamérica: mercados de electricidad regional convertidos en plan estratégico del SICA de energía sostenible para el 2030, que buscaría dar electricidad de 1.5 millones de hogares que ahora carecen de ella. Los capítulos finales se refieren a la necesidad de una buena gobernanza para tales misiones estatales incluyendo la importancia de eliminar la corrupción de las contrataciones del sector público, los presupuestos con base en resultados, el financiamiento público, empresas estatales o laboratorios de innovación así como a la importancia de un nuevo “contrato social” en el cual la participación ciudadana y la “co-creación” en alianzas público-privadas funcione efectivamente.
Se trata entonces de recuperar el sentido que debe otorgarse a la participación del Estado en la economía yendo más allá de su función como regulador del mercado. En otro ejemplo muy claro que podríamos agregar por nuestra parte, pero que va en la misma dirección de lo que dice Mazzucato, hay que recordar que sin el aporte de conocimiento que las instituciones estatales de investigación y desarrollo proveen al sector privado no hubiesen existido ni un Bill Gates (Microsoft) ni un Steve Jobs (Apple), un Jeff Bezos (Amazon) ni tampoco un Elon Musk (SpaceX, Tesla) al igual que – por supuesto – tampoco el gigantesco desarrollo mundial de la telefonía móvil cuyos “smartphones” en realidad son computadoras de bolsillo las cuales, literalmente, todo el mundo posee. En efecto, los orígenes de internet se remontan a la década de los sesenta del siglo pasado cuando una institución estatal norteamericana llamada ARPANET (Advanced Research Projects Agency Network o Red de la Agencia para los Proyectos de Investigación Avanzada de los Estados Unidos) logró trazar una red inicial de comunicaciones de alta velocidad cuyo primer experimento exitoso en materia de interconexión fue realizado por dos universidades de California (la UCLA de Los Ángeles y Stanford en la región de San Francisco) a la cual fueron integrándose otras instituciones gubernamentales y redes académicas durante la década de los setenta, hasta que dicha agencia estatal (como era de esperarse) fue absorbida por la Secretaría de Defensa cuando en el Pentágono y en el complejo militar industrial se percataron de su enorme importancia. De modo que ya con el nombre DARPA (Defense Advanced Research Projects Agency) se le dio continuidad al programa de investigación sobre técnicas para interconectar redes de distintas clases con base en protocolos de comunicación que permitiesen intercambio de información entre computadoras. De aquí surgió el nombre “internet” (contracción de interconnected network) al cual hizo un aporte decisivo otro centro de investigaciones estatal (y esto es algo muy poco conocido) , el famoso Centro Europeo para la Investigación Nuclear ubicado en Ginebra (CERN) el cual, gracias a los aportes de un grupo de físicos dirigido por el británico Tim Berners-Lee desarrolló el lenguaje informático HTML gracias al cual se estableció la World Wide Web o red de extensión mundial a fines de los ochenta y principios de los noventa del siglo pasado.
Por supuesto, la participación de los múltiples estados europeos adscritos al CERN hizo que la prohibición del Pentágono para dar a la red usos civiles fuera levantada, comenzando así la era de utilización descentralizada de la misma, a escala mundial y con fines de intercambio de información entre instituciones de investigación, universidades, entidades de la sociedad civil, personas individuales así como, por supuesto, el uso comercial de las empresas transnacionales y en materia de negocios en general, de manera que hoy en día más de dos millardos de personas, la tercera parte de la población mundial, “navegan” por internet. Y este es sólo uno de tantos ejemplos de emprendimientos de gobierno (también acostumbrados a tomar riesgos) y que después, si tienen éxito, sus resultados son apropiados por el sector privado tanto para la fundación de empresas como para la innovación en materia tecnológica o sea que, dicho en otras palabras, las cuantiosas inversiones que se hacen por el estado en materia de investigación y desarrollo (R&D) son privatizadas por aquellos que aparecen como los grandes protagonistas de la innovación cuando en realidad no son más que inteligentes y muy hábiles empresarios que se han beneficiado de los fondos públicos, o sea, del dinero que todos aportamos al Estado gracias al pago de nuestros impuestos. Por cierto, el ejemplo que suele ser utilizado por Mazzucato (y por Petro en su intervención en ese congreso de exportadores colombianos que mencionamos al principio) concierne al proyecto Apolo, lanzado por el presidente Kennedy en los años sesenta para llegar a la Luna y derrotar a los soviéticos en la carrera espacial, cuyas cadenas de suministro dinamizaron al sector privado, aunque se tomaron precauciones para que no existiese corrupción en estos contratos. Algo análogo – todas las proporciones guardadas – podrían intentar Chile, Bolivia y Argentina si se proponen, como misión de Estado, exportar baterías de litio en lugar de este mineral en bruto que poseen en abundancia como dice Mazzucato en su libro.
Pero lo que resulta fundamental es tener claro que ningún país del mundo se ha desarrollado por medio de la agricultura. Corea es el ejemplo presentado por el presidente Petro cuando recuerda que este país era mucho más pobre que Colombia (otro tanto se podría decir de Guatemala) en los años cincuenta cuando tropas colombianas participaron, del lado de Naciones Unidas, en la guerra desencadenada por Corea del Norte tratando de unificar a los dos países por la fuerza. Hoy en día, gracias a haber optado por el desarrollo industrial (reforma agraria de por medio) Corea es un país rico con una gran industria electrónica y automotriz. En cambio, en nuestros países nos tragamos el anzuelo del “libre comercio” y las “ventajas comparativas” y seguimos siendo pobres. Por eso Petro insiste en apostarle al desarrollo industrial y propone el buen ejemplo de la armada colombiana poniendo en marcha un astillero que está construyendo embarcaciones desde hace dos décadas. Ahora mismo, además de un buque de investigación oceanográfica están construyendo una fragata y exportando guardacostas. Además Petro ha venido insistiendo en una reforma agraria, no solo para aprovechar adecuadamente los 22 millones de hectáreas disponibles (un territorio más grande que Ucrania, recuerda) sino para darle tierra a los campesinos productores de hoja de coca involucrándolos en lo que puede llegar a ser una gran industria alimentaria que, aprovechando las costas en los dos océanos podrían hacer llegar sus productos con mucha mayor facilidad que Ucrania, encerrada geopolíticamente en el mar Negro y que, como todos sabemos, tuvo que recurrir recientemente a Turquía para poder exportar buena parte de su producción de trigo, previo acuerdo con Rusia para que ésta permitiese la salida de los buques cargueros. Es claro que las tierras serían compradas a sus actuales propietarios (ganaderos en su mayor parte) y para ello, como se deduce de la visita de Antony Blinken (y de lo expresado en esa ocasión por el secretario de Estado), Petro ya contaría con el respaldo de Washington interesado en disminuir el narcotráfico. En conclusión, esperamos que la asesoría de Mazzucato contribuya al buen éxito de la política de industrialización del presidente Petro en Colombia.