Por Luis Alberto Padilla
En 1989, con la caída del muro de Berlín que marcó el final de la primera etapa de la guerra fría (porque la segunda ya comenzó con la guerra de Estados Unidos contra Rusia, vía la pobre Ucrania – y los pobres europeos – que insisten en no querer aceptar la peligrosísima situación en que ambas potencias los han colocado) los analistas del complejo militar industrial (la Rand Corporation y la Brookings Institution principalmente) y el Pentágono imaginaron que ese momento de unipolaridad podía permanecer para siempre, consolidando así la supremacía de EE. UU. a escala mundial. Sólo así se explica el denodado esfuerzo que los americanos han puesto en expandir a la OTAN al Este y hacia el “corazón del mundo” Euro-asiático – como le llama la teoría geopolítica clásica de Halford Mackinder. En efecto, como ya recomendaba Zbigniew Brzezinski desde el año 1997 en su famoso libro con ese título tan ilustrativo (de las intenciones americanas, ya desde aquellos años) pues se denomina “El gran tablero mundial. La supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos”. En dicha obra el famoso asesor de seguridad nacional dice acerca de la confrontación de la guerra fría entre EE. UU. y la URSS, textualmente, lo siguiente: “La dimensión geopolítica no podría haber quedado más clara: América del Norte versus Eurasia disputándose el mundo. El ganador dominaría verdaderamente el globo. No había nadie más que pudiera obstaculizar el camino, una vez que se alcanzara, finalmente, la victoria” (p.15). Mayor claridad no se puede pedir. Y es esa pugna la que se ha restablecido en esta segunda etapa de la guerra fría comenzada en el 2014 con el golpe de estado promovido por la Subsecretaria de Estado para Asuntos Políticos, la siempre presente en política exterior señora Victoria Nuland, famosa por haber dicho (f. Europe) cuando le preguntaron (y eran tiempos de la Administración Obama) que pensaba de lo que podría ser la reacción europea a ese “cambio de régimen” en Kiev. Nuland, por cierto, es esposa de Robert Kagan, intelectual orgánico de la derecha norteamericana que estableció en 1998 el proyecto de los neoconservadores denominado, también de manera muy significativa: “El nuevo siglo americano”.
Pues bien, como ya dijimos ese momento de “unipolaridad” (de supremacía americana) duró muy poco: hasta la llegada de Putin al poder a principios de siglo. Y no es que el nuevo “zar” no haya querido negociar con Washington un nuevo tipo de relación puesto que Rusia estuvo en el G7 durante un tiempo y también los rusos enviaron una misión observadora a la OTAN. No obstante, cuando ésta última trató de incorporar a Georgia en el 2008 y Moscú respondió con la guerra y la segregación de Osetia del Sur y de Abjazia, la Casa Blanca debió entender que se trataba de una seria advertencia hacia el futuro. Los occidentales no lo quisieron entender, lo que dio lugar que la tregua en la guerra fría se rompiera definitivamente en Ucrania en el 2014. La anexión de Crimea y el secesionismo de las provincias del Donbás promovidos por Moscú en Ucrania ese año hacían evidente que Moscú no iba a permitir que el expansionismo de la OTAN hacia el Este continuara. Entonces ¿Por qué Estados Unidos se opone a la consolidación de un orden mundial multipolar y a que otras potencias coexistan manteniendo el “equilibrio de poderes” en que se fundamenta el paradigma realista de las relaciones internacionales? La única respuesta concierne al hecho que los americanos todavía se encuentran obnubilados por los sueños geopolíticos de Mackinder.
Y, por otra parte, hemos dicho que en la actualidad existe un proceso de consolidación del sistema multipolar que ha venido adquiriendo contornos geográficos muy bastante precisos desde que China y Rusia iniciaron un multilateralismo regional con la creación de la Asociación de Cooperación de Shanghái y con la Unión Euro-Asiática, respectivamente. Si a esto le agregamos que en el terreno económico el bloque de los de BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) viene funcionando desde hace años, así como que sin el G20 no se hubiese podido poner fin a la crisis del capitalismo financiero iniciada por Wall Street en el 2008. De manera que sin el G20 no se hubieran podido aliviar las peores consecuencias de esa crisis. Por otra parte, en la práctica misma tanto la Unión Europea como otras agrupaciones geo-económicas de países con intereses comunes, tales como la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN), la Unión Africana así como los diversos procesos latinoamericanos (el Mercosur, la Alianza del Pacífico, el mismo CELAC – la UNASUR espera la llegada de Lula para reiniciar sus operaciones – o hasta el SICA centroamericano (semiparalizado debido a la dictadura de Ortega) constituyen una evidencia muy clara que el mundo ya se encuentra instalado en la multipolaridad económica.
El mismo dragón chino desde hace un buen tiempo que decidió apostarle el incremento de su poderío económico (ahora mismo las sanciones a Rusia le han permitido a China incrementar el uso de su tarjeta de crédito Union Pay, además de que están liderando – con Huawei – la carrera por el 5G y que las transacciones por compras de petróleo y gas ruso se están haciendo en yuanes y rublos, ya no en dólares). Esta es la forma más apropiada para China de recuperar el honor perdido cuando fueron víctimas del intento de colonización europea durante el siglo XIX (la guerra del opio) y sufrieron la colonización, no del territorio completo, pero si de ciudades como Shanghái, Hong Kong y Macao.
De manera que ahora Pekín, recuperado como uno de los centros del poderío económico mundial (China es la segunda potencia económica del mundo, arriba de Japón y de Alemania) con su plan de la nueva Ruta de la Seda ejerce notable influencia en Eurasia, en donde su presencia es cada vez de mayor importancia. De modo que, volviendo al terreno de la geopolítica, es extraño que Estados Unidos haya desafiado a China con el viaje de la presidenta de la Cámara de Representantes – y se trata de un desafío en el terreno militar, porque no olvidemos que lo que está en juego es nada menos que la independencia de Taiwán, la provincia que los chinos reclaman desde el triunfo de la revolución comunista de Mao en 1949 – justamente ahora que la guerra en Ucrania coloca a los americanos en una situación muy difícil dado que este hecho no solo fortalece los vínculos militares entre Moscú y Pekín sino que, en caso de una nueva guerra – el frente del extremo oriente muy probablemente haría llevar a los americanos la peor parte. Y si bien todo parece indicar que el viaje de la señora Pelosi no fue visto con entusiasmo por el Pentágono – según parece el propio presidente Biden lo desaconsejó de modo que se trata de una decisión muy personal de ella – lo cierto es que – independencia de poderes aparte – la visita a Taipéi de la señora Pelosi está ayudando a fortalecer la alianza militar de facto que ya existe en Moscú y Pekín. Algo que el muy conocido profesor de la Universidad de Chicago y teórico del realismo ofensivo, John Mearsheimer, había venido advirtiendo con insistencia que sucedería si la Casa Blanca continuaba su guerra solapada contra Rusia. De manera que desde la perspectiva realista el viaje de Pelosi es un grave – y podría ser muy costoso – error estratégico.