Luis Alberto Padilla

Estamos viviendo el momento más peligroso de crisis internacional desde la crisis de los cohetes en Cuba  en 1962  y esto se debe, como dice Rafael Poch de Feliu,  al “cierre en falso” de la guerra fría y al hecho que Rusia se ha sentido humillada y engañada por Estados Unidos porque,  habiendo derribado el muro de Berlín, desmantelado el comunismo,   reconvertido su economía al capitalismo, disuelto la Unión Soviética y liberado a los antiguos estados satélites de Europa Oriental,  lo que obtuvo como respuesta de Occidente fue la ampliación de la OTAN y de la Unión Europea a toda la antigua Europa Oriental. Y si a esto agregamos lo sucedido en Georgia en el 2008 y en Ucrania en el 2014   se puede pensar que Moscú está tratando de poner un alto al intento de Washington de dar continuidad a un viejo proyecto geopolítico de manufactura británica. En efecto, en tiempos de su apogeo imperial, cuando Londres era una potencia marítima enfrentada a la Rusia zarista –potencia terrestre – el geógrafo inglés Halford Mackinder aseguró que controlar el “corazón del mundo” en Eurasia (el actual Kasajistán) era fundamental para ejercer la supremacía sobre el mundo entero. Estas mismas ideas, reformuladas por Zbigniew Brzezinski en el “Gran Tablero Mundial: la supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos” (1997) parecen estar guiando la estrategia actual del Pentágono y del complejo militar industrial norteamericano. De modo que la comparación que se suele hacer de un Putin malévolo que busca  reconstruir el imperio soviético,  con el Hitler de 1938  y el fracaso del apaciguamiento europeo en Munich,  después de la  ocupación de Checoeslovaquia,   época en la cual los nazis apenas iniciaban su aventura por la conquista del “espacio vital”  (lebens raum)   – como le llamaron  Ratzel y  Haushofer–     es poco afortunada, pues todo parece indicar que, objetivamente,  la OTAN –contra los sabios consejos de Kennan, Kissinger, Mearsheimer y otros–  ha propiciado una guerra en la cual Rusia se enfrenta a dicha alianza militar utilizando a un país  que no supo adoptar la política de neutralidad que,  en su momento otros países –como   Finlandia y Austria–  si supieron elegir a fin de no provocar al Kremlin.  Por las mismas razones que España no puede salir de la OTAN tampoco Ucrania puede entrar a ella según tal perspectiva analítica.

Esto explicaría por qué la seguridad europea post-guerra fría se ha construido, erróneamente, no solo sin Rusia sino contra ella, respondiendo al interés de Washington de continuar reinando en Europa y creando las mismas tensiones y amenazas contra las que ahora hay que protegerse, incluyendo la “estupidez estratégica” que condena a la UE a no tener una política propia de seguridad y defensa y a jugar el vergonzoso papel de ayudante del sheriff como dice el analista catalán.  Pero lo peor es que el ninguneo y el maltrato de grandes potencias vencidas siempre ha tenido consecuencias nefastas como demostrado reiteradamente por la historia.   En  las negociaciones de Viena de 1815, hábilmente conducidas por ese gran diplomático austríaco que fue Metternich,  los vencedores en las guerras napoleónicas (Austria, Prusia, Rusia e Inglaterra) incorporaron a Talleyrand, el exministro de exteriores de Napoleón, garantizando así un siglo relativa paz en el marco del “concierto europeo” que   contrasta con los errores  cometidos en Versalles en 1919,  no sólo porque Alemania estuvo ausente de Versalles y el imperio austro-húngaro desapareció,  sino porque  las sanciones e indemnizaciones de guerra fueron  humillantes para Berlín y la recién establecida república de Weimar. En cuanto a Rusia, debe recordarse que la URSS sólo pudo fundarse cuando el ejército rojo derrotó las fuerzas anticomunistas que contaban con apoyo europeo.  El surgimiento de personajes como Hitler y Stalin se encuentra ligado a estas circunstancias particulares de cada caso. De modo que aunque parecía ser que la lección de Versalles estaba aprendida,  porque al final de la segunda guerra mundial se establecieron las Naciones Unidas y los vencidos (Alemania y el Japón) a pesar de quedar  excluidos de la membrecía permanente en el Consejo de Seguridad, el plan Marshall y la política norteamericana en materia económica facilitó su reconstrucción y resurgimiento como potencias económicas exclusivamente, porque como sabemos en el terreno militar se les vedó acceso a las armas nucleares y miles de soldados americanos se encuentran estacionados permanentemente en ambos países los cuales –  conforme al discurso oficial –gozan así de la protección de la OTAN que incluye al “paraguas atómico”.

Sin embargo,  a pesar de que al fin de la guerra fría Gorbachov  entregó el imperio ruso (el creado por Pedro el Grande) “sin disparar un tiro” como dice Poch,  un caso insólito de retirada incondicional de uno de los contendientes en una confrontación global  – que por su escala y consecuencias para la correlación de fuerzas solo puede compararse con el fin de la  primera guerra mundial –  todo parece indicar que Washington no comprendió los alcances y naturaleza del triunfo obtenido, pues trató  a Rusia en forma humillante,  favoreciendo  el retorno a la autocracia y un nacionalismo ruso,  ofendido y humillado, que ahora choca con las narrativas anti-rusas del entorno exsoviético.

De manera que el trato que los occidentales han dado a la Rusia de la post guerra fría es comparable con el que se dio a la Alemania de la república de Weimar (por eso Poch alude a “Weimar en Moscú”). Y lo peor es que, en lugar promover un alto al fuego, las negociaciones están ya vinculadas con los resultados que se obtengan en el campo de batalla y por ello Occidente le estaría apostando, lamentablemente, al fortalecimiento del aparato militar ucraniano y a la prolongación de la guerra.   El reciente hundimiento del crucero Moskva, buque insignia de la flota rusa en el mar Negro, por un misil que muy probablemente se encuentra dentro del armamento proporcionado por la OTAN, así como los reveses sufridos por las tropas rusas que todavía no toman la estratégica ciudad de Mariupol a orillas del mar de Azov, apunta en esa dirección.

De manera que,  si lo que está en juego en este enfrentamiento solapado (de facto) entre Rusia y la OTAN  no es la contención de una Rusia en búsqueda de la reconstrucción del viejo imperio zarista,  sino el de evitar la adhesión de Kiev a la OTAN, algo perfectamente realizable en el relativo corto plazo ( porque si el  Kremlin se hubiese propuesto el   “cambio de régimen” en Kiev no habría terminado con el asedio de la capital ucraniana) habría que insistir en esta salida,  tomando en cuenta que un cese de hostilidades permitiría, por lo menos,  disminuir el número de víctimas civiles, evitando el incremento de crímenes de guerra y abriendo una ventana  de oportunidad para el retorno de refugiados.

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