Luis Alberto Padilla

Doctorado en ciencias sociales en la Universidad de Paris (Sorbona). Profesor en la Facultad de Derecho y en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos. Es diplomático de carrera y ha sido embajador en Naciones Unidas (Ginebra y Viena), La Haya, Moscú y Santiago de Chile

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Por Luis Alberto Padilla

El lobo llegó y se produjo el ataque a Ucrania anunciado por Biden. Primero fue la decisión del presidente ruso de dar reconocimiento a los separatistas del Donbás, apoyados por Moscú, enviando tropas a esa región. Posteriormente se desencadenó una vasta operación militar cuyos alcances todavía no podemos juzgar porque ahora mismo se producen. Algo parecido  hicieron los rusos en Georgia en el 2008, cuando los separatistas de Abjasia y Osetia del Sur se declararon independientes con la ayuda del Kremlin y detuvieron brutalmente los coqueteos geopolíticos de ese país del Cáucaso con la OTAN y con Washington. A nuestro juicio se trata de una “guerra preventiva” que demuestra que Putin hablaba en serio cuando advirtió a Occidente –proponiendo un tratado bilateral Washington-Moscú en el que ambas  potencias se comprometían a evitar la adhesión de Kiev a la alianza atlántica,  rechazado por Biden– que Ucrania era una “línea roja” pues en el  supuesto de una Ucrania miembro de la OTAN los países miembros están obligados a intervenir en el conflicto por  seguridad colectiva.

Lo que podemos decir es que si el ataque ruso se circunscribe a objetivos precisos en la región del Donbás y del Mar Negro sin intentar el “cambio de régimen” es posible que la solución del conflicto transite todavía por las avenidas de la “finlandización” de Ucrania. De lo contrario a los Occidentales no les quedará más remedio que tragarse el trago amargo de una victoria militar de Putin, porque es poco probable que las sanciones unilaterales decretadas por Occidente tengan los efectos deseados. Históricamente ni en el caso de Sudáfrica durante el apartheid,  ni el caso de la República Islámica de Irán,  ni en los más cercanos de Cuba y Venezuela estas han logrado los objetivos perseguidos. Por otra parte, no hay que olvidar que cualquier reacción desmesurada de los occidentales se podría topar con  el apoyo de China a Moscú. Aunque Beijing instó a las partes  –antes del ataque ruso– a actuar con calma, contención y diálogo también dijo que era necesario tomar en consideración el “retraso en la implementación de los acuerdos de Minsk así como las razonables preocupaciones rusas en materia de seguridad”, contrastando con lo que dijo Josep Borrell, el ministro de exteriores de la UE cuando en una conferencia de prensa, al término de un encuentro en París entre la UE y las naciones de la región Indo-Pacífico, señaló  que la “alianza chino-rusa”  era un desafío para  el orden multilateral  pidiendo  a la UE  una mayor presencia en esa zona. Cuando recordamos que Francia protestó cuando la alianza militar AUKUS (Australia, Reino Unido y EE. UU.) vendió submarinos atómicos a Australia obligando a esta última a rescindir un contrato multimillonario para adquirir submarinos franceses y que, además, dicha alianza está dirigida contra Beijing,  lo menos que se puede decir es que lo peor que podría pasar es que  China se involucre en el conflicto actual.  Una conflagración de las cinco grandes potencias nucleares sería una catástrofe. Al igual que ocurre con el cambio climático, es la supervivencia de homo sapiens lo que está en juego.

Pero algo que hay que tener presente para explicarse la impotencia del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para tomar acciones es consecuencia del diseño mismo de la Carta: ¿quién viola el derecho internacional? Ninguna potencia lo hace porque cuando los fundadores de Naciones Unidas decidieron inscribir el paradigma realista de las relaciones internacionales en el núcleo mismo de la organización mundial, el capítulo VII (artículos 39 a 51, que norman el funcionamiento del Consejo de Seguridad)  otorgando  derecho de veto a las cinco grandes potencias que son miembros permanentes (EE. UU., Francia, Gran Bretaña, Rusia y China) decidieron que sería el equilibrio de poder el factor decisivo de sus relaciones, no los tratados ni el derecho internacional en sentido estricto (paradigma idealista). Por ello cada vez que una potencia trata de ejercer su hegemonía en un determinado espacio geográfico, sea este Vietnam, Afganistán, el Golfo Pérsico, el Medio Oriente, el África Subsaharina, o hasta en el hemisferio occidental (como sucedió en Cuba para la crisis de los cohetes o las actuales sanciones y  no reconocimiento al gobierno de Maduro) , afectando las áreas de influencia de las grandes potencias estalla la violencia y Naciones Unidas se ve impedida de intervenir para imponer la paz (peace enforcement). Históricamente esto solo ha podido hacerse en dos casos: la guerra de Corea en los años 50 y el conflicto del Golfo Pérsico en 1991 para restituir la soberanía e independencia de Kuwait atacado por Irak. En ambos casos se restableció el statu-quo pero esto fue posible porque ni Beijing ni Moscú tomaron parte en la decisión del Consejo de Seguridad para que fuerzas de Naciones Unidas rechazaran la agresión norcoreana y en el caso de la primera guerra del Golfo (no la segunda, de Bush hijo en el 2003) porque la URSS se desintegró ese año y porque, de todos modos, el caso se ajustaba de manera nítida a los supuestos de los artículos 39 y 42. Obviamente, ambas guerras se ajustaron al derecho internacional y por tanto no violaron el inciso 3 del artículo 2 de la Carta (Capítulo I, Principios y Propósitos). Se trató pues de guerras legales. También se puede decir que en esos dos conflictos bélicos  Estados Unidos actuó irreprochablemente: a Douglas MacArthur el presidente Truman lo relevó del mando por oponerse al repliegue de sus tropas atrás del paralelo 38 y la operación “Desert Storm” no derrocó a Saddam Hussein habiendo podido hacerlo.

Sin embargo, ahora no sucede lo mismo. Desde que Zbigniew Brzezinski publicó su libro sobre el Gran Tablero Mundial en 1997 el expansionismo de la OTAN hacia el corazón de Eurasia –como lo llamaba Mackinder– es un hecho evidente, mucho más que los supuestos deseos de Putin por reconstruir el imperio soviético. Y, en todo caso, Washington se encuentra muy lejos de su zona tradicional de influencia. Instalar misiles de corto alcance en Ucrania –algo que podría haber ocurrido antes de esta  “guerra preventiva” desatada por Moscú para impedir que Ucrania se haga miembro de la OTAN. Recordemos que cuando Kruschev instaló misiles en Cuba en l962 el presidente Kennedy puso su propia línea roja obligando a los rusos a retroceder. Es lo que hace ahora Putin. Por el bien de la humanidad esperemos que el equilibrio entre las 5 grandes potencias no se rompa porque nadie podría sobrevivir a una tercera guerra mundial si se utiliza el armamento nuclear (algo que también puede ocurrir por accidente). Y aún no utilizándolo, el calentamiento que produciría la monstruosa emisión de gases efecto invernadero y la inmensa destrucción de pueblos y ciudades en una nueva guerra europea aceleraría el cambio climático amenazando con la extinción de nuestra especie.

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