Luis Alberto Padilla

Doctorado en ciencias sociales en la Universidad de Paris (Sorbona). Profesor en la Facultad de Derecho y en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos. Es diplomático de carrera y ha sido embajador en Naciones Unidas (Ginebra y Viena), La Haya, Moscú y Santiago de Chile

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Por Luis Alberto Padilla

Fernando González Davison, ganador del premio guatemalteco de novela en 1987 y del premio Monteforte  en el 2000 ha publicado un nuevo libro, esta vez de memorias y elucubraciones literarias,   de allí su título. Sin embargo, la obra  incluye también una  novela corta (El crimen del Argentino en París) construida a base de recuerdos de los años  que compartimos con  Fernando  estudiando en París en los años setenta, páginas que constituyen un verdadero thriller, digno de cualquier buen escritor de novela policiaca.

Lo interesante del relato sobre el argentino es no sólo su novedosa inserción  dentro del texto mayor,  el  carácter autobiográfico o la habilidad para elaborar un relato de suspenso que motive el interés de los lectores hasta llegar al desenlace, sino el contenido mismo de la narración,  que nos lleva por los vericuetos terroríficos de la política de una época en que las desapariciones forzadas y los asesinatos políticos fueron prácticas usuales de la represión en todos nuestros países. Iniciadas una década anterior en Guatemala, las desapariciones forzadas, la tortura  y la represión ilegal contra todo sospechoso de colaborar con rebeldes u opositores a las dictaduras se extendió por el continente entero.   De manera que un agente de la triple A (la “alianza anticomunista argentina”) no se habría diferenciado mucho de las formas de actuación que tuvieron esbirros guatemaltecos, chilenos o de cualquier país bajo dictaduras castrenses.  Y aunque por estos lares los exilados no sufrieron atentados, no fue ese el caso del cono sur en donde, por ejemplo,  el general Carlos Prats, ex comandante en jefe del ejército chileno durante la época de Allende fue asesinado en Buenos Aires junto a su esposa, e igual suerte corrió el ex Canciller del derrocado presidente,   Orlando Letelier, asesinado en Washington junto a su asistente Ronni Moffitt por un agente de Pinochet que puso una bomba en su automóvil.  De modo que lo menos que podemos decir acerca de este episodio en el relato de Fernando es que el siniestro agente de la triple A  merecía terminar sus días a manos de la Sureté francesa, como efectivamente sucedió,  antes de que  cometiera algún atentado contra exilados argentinos en París o transmitiera información destinada a tales propósitos.

Por otro lado, aparte de los recuerdos sobre el año que pasó en Estados Unidos como estudiante de intercambio, en donde tuvo la mala suerte de ir a parar inicialmente a la casa de un viejo militar gringo,  bebedor empedernido,  y otras remembranzas, algunas de ellas particularmente dolorosas – como el suicidio de su padre – e historias como las de su abuelo por parte materna, Joseph Davison,  que llegó al país junto con Harris Whitbeck –  ambos norteamericanos –   maquinistas de los trenes de Pancho Villa durante la revolución mexicana o la pintura de los murales del campus de la USAC en compañía de personajes como el Bolo Flores, Mario Roberto Morales o el Tecolote Ramírez Amaya, los juegos de la memoria llevan a Fernando a  recorrer senderos oníricos de literatura y poesía (Mis magos favoritos) en las cuales Manuel José Arce, Luis Cardoza y Aragón o Miguel Ángel Asturias conversan mientras que surrealistas franceses de principio de siglo  como Paul Éluard, André Breton, Max Ernst o Tristan Tzara cobran vida – como en aquel film de Woody Allen “Media Noche en París” en el que un joven escritor americano retorna al pasado para encontrarse varias noches con  Picasso, Buñuel, Dalí, Hemingway o Scott Fitzgerald departiendo en el famoso salón de Madame Gertrude Stein –  para comunicarse  con sus pares del siglo XIX:  Baudelaire, Rimbaud, Verlaine o Mallarmé, T.S Eliot, Joyce, Rojas, Neruda, Parra, Huidobro, Vallejo o españoles como Miguel Hernández, Federico García Lorca o Juan Ramón Jiménez.

Al final de estos juegos de la memoria Fernando se deja seducir por  Altazor el Viaje en Paracaídas,  la obra maestra del  poeta chileno  Vicente Huidobro, viaja a Chile y después de visitar uno de los grandes observatorios astronómicos del desierto de Atacama decide ir a Aysen, en la  Patagonia,  la región de los grandes glaciares y de los campos de hielo en donde sueña con el propio  Altazor  (“Vamos cayendo, cayendo de nuestro cenit a nuestro nadir y dejamos el aire manchado de sangre para que se envenenen los que vengan mañana a respirarlo. Y mientras de más alto caigas, más alto será el rebote, más larga tu duración en la memoria de la piedra. Hemos saltado del vientre de nuestra madre o del borde de una estrella y vamos cayendo. Ah mi paracaídas, la única rosa perfumada de la atmósfera, la rosa de la muerte, despeñada entre los astros de la muerte”) imaginando un diálogo con el héroe resucitado (Oh Altazor estamos al límite a los recursos naturales y sin planeta no habrá nada. ¡El umbral de la gran aridez y del huracán asoman sus colmillos! ¡Estamos al borde de la extinción y mucha gente no se da cuenta!). Para concluir con una visita a la sepultura  del poeta, en la pequeña localidad de Cartagena a orillas del océano Pacífico, donde el epitafio pedido por el propio Huidobro reza: “Abrid esta tumba: al fondo se ve el mar”.

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