En la fotografía el presidente de la CEG, Gonzalo de Villa y el monseñor Francisco Montecillo junto al presidente, Alejandro Giammattei en la conmemoración del Día de la vida y la familia en marzo. Foto La Hora

Ayer un alcalde, recurriendo a lo que es práctica común de los políticos que se consideran puestos por Dios en los cargos públicos, dijo tajantemente: “El poder es de Dios”, repitiendo una expresión que se usa mucho ahora para justificar los desmanes en la vida pública como parte de la voluntad divina. Es un hecho que no se mueve la hoja del árbol sin la voluntad de Dios, pero eso no significa que el Ser Supremo esté atrás de todo lo que hacemos los humanos ni, de alguna manera, que se pueda negar la existencia del mal.

Todos tenemos momentos duros y reveses en la vida que nos afectan seriamente y no por eso vamos a culpar a Dios de las desgracias, naturales o provocadas por el hombre, que afectan a la humanidad. Si Dios es bondad y misericordia no puede ensañarse con la humanidad colocando maliciosamente en el poder a gente corrupta que únicamente ve el derecho de su nariz en busca de su enriquecimiento. Desde el origen mismo del hombre, creatura esa sí de Dios, el ser humano tuvo el libre albedrío para actuar bien o mal y aunque el Dios todopoderoso e infinito lo sepa todo, pasado, presente y futuro, eso no significa su aval para todo lo dispuesto por cada individuo.

El Dios nuestro, de los cristianos, no puede jamás estar satisfecho con el desprecio a la dignidad humana reflejado en esas formas autoritarias de un poder útil solamente para enriquecer a los políticos, aunque algunos se llenen la boca proclamando su compromiso “pro vida y pro familia”. Y eso a pesar de que alienten la muerte de muchos por el abandono de los servicios básicos elementales y, con su vida personal, destruyan su propia familia, además de las de esos millones de migrantes, quienes deben dejar a los suyos en busca de oportunidades negadas en su terruño.

La fe es algo personal y cada quien ve y siente a Dios a su manera, pero no podemos olvidar la ira de Jesucristo en el templo cuando su casa, la casa de oración, fue convertida en mercado por aquellos mercaderes a los que sacó a latigazos del lugar en el único gesto de ira divina reflejada en los Evangelios.

Aún en los momentos más duros de la vida recurrimos a Dios con confianza en su bondad infinita, porque sabemos cuál es su divina naturaleza y por ello ofende esa letanía de moda para escudar la podredumbre humana de políticos escudados en la supuesta voluntad divina encargada de darles el poder.

Redacción La Hora

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