Juan Jacobo Muñoz Lemus

juanjacoboml@gmail.com

"Guatemalteco, médico y psiquiatra"

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En el camino de la vida se topa uno con dos poblados muy cercanos entre sí, con algunas cosas comunes y donde hay frecuentes intercambios y tráfico de influencias. Como modernos Gullivers (o Gulliverinas), muchos y muchas han alcanzado a conocer estos parajes, habitados por pequeños seres que sorprenden.  

En uno de estos poblados habitan personitas de corte un tanto antisocial, de mucha animosidad y querulancia; y respaldadas por una imaginación fecunda y sobrevaloración de sus propios derechos. Pequeños paranoides que inundan el ambiente con infundios e infamias para proteger sus intereses. No hay cosa más pequeña que un celoso, me atrevo a decir.  

No hay duda de que más allá del celo humano natural, hay gente que vive para temer y sentirse a punto de ser humillada. Los celosos se ocupan de eludir a la comparación por miedo a salir perdiendo. Evitan toda tercera instancia que sugiera un peligro, aunque se trate de cosas inocuas como espacios, personas, ideas, tiempos, familias, hijos, gustos, lo que sea. Buscan someter, y el lugar del amor lo ocupan con el control y la violencia iracunda, que aparece todo el tiempo para reclamar.

Para parecer románticos dicen que se quieren fundir con el otro; pero eso es solo un pretexto para invadirlo y poseerlo. Lo que quieren es que el otro desaparezca como persona individual, y para eso, la agresión es el vehículo ideal. Ante tal incapacidad de amar, como parásitos, engañan haciendo creer que la intensidad de su violencia es verdadero amor. Aíslan del mundo a la persona de su interés, y en esa soledad de los dos, el otro se vuelve irremplazable y vital.  

Los pequeños celosos seducen, convencen, lloran, suplican, prometen, atacan; intentan conseguir la condescendencia del otro por las buenas, pero si es necesario, saben hacerlo también por las malas. Quieren evitar la soledad y se debaten entre angustias de amenazas y pérdidas. Viven para encontrar a alguien que acepte contenerlos, como si ellos fueran un contenido.

Insaciables, manipuladores y provocadores de emociones; siempre piden más de lo que dan. Quieren ser únicos porque eso calma su miedo infantil; ese que los hace sentirse tan pequeñitos. Sus reclamos son falsos, pues si padecen tanto a sus parejas, ¿por qué no las dejan? Nunca, solo las quieren débiles para que no los abandonen.  

Lo curioso de esta historia es que, en el otro poblado, pasando el puente que los une, habitan personas que también han escogido participar en una relación; cumpliendo con ello la paradoja del cazador cazado. Ambos grupos de habitantes, miedosos ante el riesgo de la soledad y ávidos de emociones, se integran el uno en el otro, y viven su relación con pasión destructiva. El drama les sirve a unos y otros para fingir que están amando. Con improntas de soledad, inseguridad y necesidad, dejan claro que, así como es el defecto del mismo tamaño es el complejo. Sin duda, los amores tranquilos están reservados para otra gente.  

Así pues, que la fórmula aplica también a las víctimas de los pequeños liliputienses, si se me permite la acepción. Y a estas se les puede localizar en la comunidad vecina, llamémosla para el efecto Histerópolis; una comunidad curiosa, y en el fondo vacía y triste. Sus habitantes, como en un teatro, no hacen más que representar papeles.  

Dentro de esta población hay una civilización de potenciales esclavos; todos a su modo engrandecidos por la ilusión, el amor fantástico, la culpa, u otros motivos; y en la frustración por expectativas caprichosas parece difícil encontrar a una persona que le guste su vida. Ocupados en extremo por no fallecer, desfallecen. La trampa está en que necesitan el reconocimiento, y lo aceptan de donde venga con tal de ser divisados.  

En semejante juego de roles, son muchas las representaciones. En Histerópolis es posible encontrar a personajes prácticos, abigarrados, responsables, bondadosos, provocadores, pacifistas, creativos, filosóficos, soñadores, buscadores, dirigentes, redentores, merodeadores, seguidores. Todos con alguna cuota de mentira, orgullo infantil, miedo, intemperancia, pereza, envidia, avaricia, lujuria o ira. Lo importante para el caso es que haya disposición para representar un papel.

Eufóricos como necesitan ser para actuar como poseídos, representan a cada momento y con pasión lo que consideran en un preciso momento el papel de su vida, sin distinguir el límite entre el éxtasis y el frenesí; y sin atenerse a la continuidad y la perseverancia. Si pudiera utilizar un lenguaje etológico, diría que son camaleónicos.  

Como son exacerbados, se atreven a ser exóticos y estrambóticos, hasta eróticos. No saben ser sencillos y fácilmente se dan con la cabeza en las paredes, sin alcanzar a entender que las puertas de algo sirven y que tienen función. Actúan todo el tiempo para gustar, pero no reparan en por qué; y no se salen del parlamento circunstancial que interpretan; y hasta los que se plantean como rebeldes, a su modo cumplen con una función calculada. Es como si fueran los papeles de una especie; e incluso hay familias que tienen una marca distintiva, y todas son infelices a su manera.

Las escenas son de costumbrismo y dramatismo exagerado, con abundante ternura cursi, pero no amable, y mucha añoranza rosa; pero con eso y todo, los pobladores fácilmente se sienten heridos. Despistados, con historias alicortas y de poco mérito, no avanzan ni retroceden, siempre con intentonas por más de lo mismo, y sin justo calado emocional.  Sus tramas siempre se hacen largas en lo insulso y cortas en lo importante.

Los habitantes de ambos poblados encajan muy bien, se complementan en sus defectos, se emparejan, pagan el precio; y por negar la realidad se atreven a la torpeza. Ante el avasallamiento de las consecuencias, se consuelan pensando que si no hay bueno hay que agarrar lo malo, porque peor es nada; y así van tolerando el sufrimiento, asegurando que no hay mal que por bien no venga, ni bien que su mal no traiga.  

En una especie de kermés permanente, los aficionados al drama se extienden al melodrama hasta llegar a la tragedia; y todo resulta ser al final una comedia de absurdos, o quizás una farsa. Si solo se dieran cuenta de lo que sufren, por conciencia lo harían menos porque les daría risa. No en balde dicen que la mejor cura es aprender a reírse de uno mismo.

Las comunas de esta historia se conocen bien, están conectadas por un puente. A las dos les serviría superar la barrera de la costumbre, pero nadie parece querer porque sería atreverse a ser invisibles y funcionar en el anonimato, y todos quieren ser noticia vigente.  

Los pobladores no reparan en la realidad y no reparan su realidad. Al parecer una sombra extraña les hace tener miedo a la libertad y evaden la vida, y en consecuencia a la felicidad.

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