Dicen que nadie habla mal de su rancho, pero por experiencia sé, que el refrán no es muy apegado a la realidad. Hay mucha gente, por no decir que habemos muchos, que de una forma o de otra y aunque sea de pasada, resentimos el rancho que en este momento quiero homologar con la propia vida. No con la casa o la familia nuclear, sino con la vida.
Tratando de hacer una asociación libre de ideas, que es como uno piensa normalmente, se me ocurrió que en la disfuncionalidad humana todo se va siempre a los extremos. O digamos que todo busca ser compensado de manera radical, lo que es lo mismo que decir que lo que no es parejo es bodocudo, lo que a unos les sobra, a otros les falta, si no estamos arriba estamos abajo, o que lo que se llena está en riesgo de vaciarse. En fin, que si no es crudo es quemado.
Esto me recuerda los principios del maniqueísmo como inspiración religiosa que apelaba al sincretismo, admitiendo dos principios creadores en constante conflicto; refiriéndose al bien y al mal. Aunque no veo mucha distinción con el cielo y el infierno, ubicados afuera en algún lugar del infinito, como idea que a muchos hace sentido literal, menospreciando la metáfora.
En ese desorden de ideas me he puesto a pensar en lo que dije, en la disfuncionalidad como un problema que afecta el rendimiento de algo. Cosas sencillas de los humanos quiero decir; como desproporcionarse ante los estímulos, ser incongruente con lo que se piensa y se siente, y hacer cosas equivocadas y hasta vergonzosas en consecuencia. Obviamente que la disfuncionalidad incluye la intolerancia ante el disgusto, por lo que no viene al gusto, y el no poder hacer los ajustes necesarios para adaptarse a las contingencias de la vida.
Unos nos sentimos más y otros nos sentimos menos; y todos tenemos nuestras muy personales razones para ubicarnos en esos extremos. Con el agregado de que, si uno se siente más aquí, se puede sentir menos allá y viceversa; lo que sugiere una contradicción irrenunciable y reconocible; de ahí el refugio de las zonas cómodas como trincheras.
En mis términos, los que se sienten menos son un poco más tirados a lo neurótico; con muchas quejas en su contra y mucha tendencia a sentir que no están en el control de nada. Los que se sienten más, rayan en lo grandioso, quiero decir que coquetean un poco más con lo psicótico, atribuyéndose poderes que están fuera de la realidad.
Podría decir que los que se sienten menos están mal como también lo están los que se sienten más; pero paradójicamente es posible que los que se sienten más sean los que más se sienten menos. Como dije antes, un tema de compensaciones. Los que se sienten más tratan de demostrarlo siendo más agresivos y hasta tiránicos. Bueno, supongo que la ira los protege un poco del dolor; aunque igual la tristeza les llegará tarde o temprano porque el golpe de realidad será más fuerte.
No digo que esto sea una regla absoluta, pero creo que va un poco por ahí. El que se siente menos cree que tiene que dar de más, convencer para no sufrir el miedo de no ser reconocido y de ser abandonado fácilmente, como algo desechable. El que se siente más, cae fácilmente en la trampa de creer que se lo merece todo.
En medio de estos dos extremos hay unos cuantos que se atreven a no depender de algo y no se desproporcionan. Pagan precios justos y su conducta es congruente con lo que piensan. Toleran la presión de la incertidumbre y la ambigüedad, y son más estoicos ante la crítica, el abandono, las comparaciones, las culpas injustas, y la soledad.
Como cosa curiosa, los extremos sorprenden muchas veces, pareciendo que se llevan muy bien y hasta jurándose amor por un tiempo; pero no es cierto. Los que se sienten más normalmente mienten ofreciendo cosas, pero no dan nada y a cambio se llevan todo lo que pueden. Son como ladrones despojando a su paso. Y los que se sienten menos, se viven como despojados, estafados y mal reconocidos, y a pesar de sus esfuerzos, mal amados.
En este punto quiero advertir que no estoy hablando de la vida como una enfermedad, tal vez sí como un fracaso moral. Creo que es porque cuesta decir lo que en realidad se lleva dentro, tal vez por el miedo a sentir que se vive dentro de alguna decepción.
Mi idea después de estas ideas es que tenemos que atrevernos a todo, sin compararnos tanto, porque de eso se trata la diversidad, abundante en cosas distintas. No imagino la lógica de un jardinero que se precie de serlo, que quiera un solo tipo de flor, arrancando las que no le gustan y renunciando a la riqueza de la variedad. Se necesita ser inteligente para enriquecer la vida con las diferencias de otros. De hecho, pienso que el amor es a las diferencias, incluyendo el amor de pareja.
Entre todo este bla bla bla, como diría mi papá; recuerdo una escena que se repitió unas cuantas veces mientras platicábamos él y yo. Todos tuvieron un padre y yo tuve el mío, pero no voy a hablar mucho de él para no desproporcionarme, pues como lo quise, podría caer en la tentación de celebrarlo de más. La escena es que estábamos los dos parados en una banqueta y yo destaqué la belleza de una mujer que pasó. Mi padre, que sabía ser a veces un poco cínico, me preguntó; – ¿comparada con quién? -, y los dos nos reímos.
No era la primera vez que le oía decir algo así, fueron varias. La primera fue siendo niño, cuando me quejé por no tener algo que deseaba y dije que me sentía pobre. Mi padre me dijo; – ¿comparado con quién?, ¿con el dueño del edificio que tenemos enfrente, o con el niño que está lustrando zapatos a los pies de ese edificio? Así empecé a concebir que el verbo comparar puede ser a veces errático, inútil y hasta injusto cuando solo es subjetivo, y sin apego a la realidad.
Solo un niño debe tener la fantasía de una vida perfecta, y esa ilusión debe diluirse pronto por el bien del fantasioso. Con el paso de la vida, uno se va conociendo cada vez más a sí mismo, en esa ruta interior a la que todos tenemos acceso para encontrarnos con lo que nos bulle dentro, el infierno y el cielo en nuestro interior. Si no hacemos eso consciente, nos puede asaltar por la espalda como una sombra que se reproduce echando vástagos una y otra vez, promoviendo conductas solo emocionales y hasta perversas.
Creo que es un terrible error apuntar a la perfección como destino. De nada sirve que nos hayan repetido hasta el cansancio que nadie es perfecto, si en la práctica insistimos en eso. Sin duda la vida es para el otro lado, en la ruta de conocerse y atreverse a todas las imperfecciones; para irnos haciendo y llenando de nosotros mismos, buscando ser cada vez más completos en la intención de ser cada vez más humildes.
Termino aquí con una confesión. Cada vez que me quejo por algo, viene a mi mente una frase; “¿comparado con qué?”, e indefectiblemente me hace esbozar una sonrisa amorosa.