Me dedico a escuchar historias. La palabra historia, sugiere una descripción fiel de hechos del pasado y contenidos apegados a la realidad que emergen de la memoria de alguien que estuvo presente y que los pudo recibir, registrar, guardar y evocar posteriormente. Hasta aquí todo bien, pero las historias pueden variar con el tiempo por distintas razones.
En la búsqueda de la verdad, una historia es algo así como la reconstrucción de los hechos a través de algún testimonio. En atención a esto es necesario poder diferenciar entre algo que está siendo imaginado o recordado. A eso hay que sumarle que la memoria no es una reproducción de una cinta fielmente grabada a la que se le pone play y aparece todo como fue. La memoria es una reconstrucción y quien la cuenta suele tener intereses creados.
Creer que la historia es algo literal es entonces un error, y tenemos que aceptar que la historia más que literal es literaria. En todo caso una leyenda simbólica, inspiradora, y por supuesto muchas veces con ánimo consciente o inconsciente de confundir y hasta de engañar. Uno tendría que haber estado en aquel escenario para decir que algo es totalmente cierto.
Los recuerdos son material muy sensible, pero también muy frágil; se pueden perder fácilmente. Incluso se puede decir que hay recuerdos que hacen desaparecer cosas que sería mejor no olvidar. Algunos recuerdos están, pero hay que convencerlos para que salgan a la luz. Esto tiene mucho que ver con los sentimientos, y la memoria puede verse fácilmente lastimada por alguna emoción que se atraviesa. Con base a muchas cosas, podemos deformar y editar la realidad, poniendo y quitando, dando valor arbitrario a los eventos y ordenándolos en una jerarquía muy particular. Y así, contamos y nos contamos una historia.
Todo es tan complejo, que mucha gente siente que tiene que ser y sentirse como lo hace porque tiene una historia que contarse. Una historia que generalmente ocurrió en épocas tempranas de su vida y que está mal recordada, pero a la que se le quiere creer fielmente. Y no es que no hubieran ocurrido algunas de esas cosas, pero es fácil caer en la trampa de que todo se quiera explicar con eso y servir para justificar la ira, los miedos y los resentimientos, y para justificar conductas erráticas y hasta los propios fracasos. La contraparte de esto es que como seres humanos somos mucho más que solo una relación de hechos históricos.
Algo así fue lo que pensé cuando me encontré con esta pareja. Les pasaba como a muchas, querían cambiarse el uno al otro y ponerse en su lugar. Las convicciones de uno chocaban con las del otro, por no decir sus locuras. Los dos iban por delante con sus defensas egocentristas en caso de que algo fallara. Cometer errores podía excusarse en algún punto que no había sido por defecto, sino porque no habían dado lo mejor de sí. Eran como expertos en tener la culpa de algo y en culpar al otro también; pero era algo que solo ocurría en su mente. Dos que se juntan puede ser que no sean el uno para el otro, sino un tal para cual; y como la locura es impermeable a la lógica, la de uno le servía a la del otro para justificarse.
Atreverse a sus historias sin contarse mentiras hubiera implicado tener que enfrentarse a lados oscuros de su niñez, de sus familias, y de ellos mismos; y eso lo hacía todo muy complicado y doloroso. De ahí tanta resistencia, y por eso cometían el error de querer explicar todo con el presente, en lugar de hacerlo con los complejos que venían del pasado y del tiempo en que ni siquiera se habían conocido.
Podría haberles servido una pregunta, ¿de dónde vengo?, para entender en dónde estaban y atender a donde iban. Pero se les hacía difícil ser felices por sí mismos y se lo exigían al otro de la pareja, sin ver el pasado personal y viendo el presente peor de lo que era.
Sus discusiones los alejaban y llenaban de confusiones. No reflexionaban al hablar y eso alimentaba el caos por exceso de palabras y poca prudencia en sus diálogos. Todo se lo achacaban al pasado reciente, y ajenos a la realidad de sus propios hechos, parecía que se reclamaban por chismes que ellos mismos inventaban, exagerando y quejándose para sembrar culpas y tener el control. Lo hacían con ideas preconcebidas sobre sí mismos que aplicaban a los hechos de su presente y perdían la perspectiva lastimando su relación; carentes de paciencia, comprensión y autocontrol. No atendían los contextos y mucho menos sus emociones. Cada uno pagaba el precio de cosas en las que no había tenido que ver.
Si hubieran hablado con la verdad habrían sido justos. La verdad es admirable y promueve el amor. Pero hablaban por impulso, sin pensar en las consecuencias, solo para desahogar algo. Preparados para la guerra, ante cualquier desaire se sentían provocados y reaccionaban, principalmente por inseguridad e incapacidad y miedo de quedarse solos. No conocían la pausa salvadora de contar hasta diez para evitar reacciones impulsivas que herían y acarreaban dolor y rencor. Las palabras pueden unir o separar, y de ahí que lo mejor contra la ira sea quedarse callado.
En medio de todo, había mentiras y promesas incumplidas; las acciones típicas de quien quiere salvar una situación o salir del paso, aunque la consecuencia sea la culpa y la recriminación. La deshonestidad mutua no era necesariamente por malicia, sino por miedo, un tema de autoimagen y autoestima, y una triste distorsión de sus propias capacidades afectivas, por falta de confianza en lo que se sentían capaces de inspirar.
El corolario de esto es que ambos ya eran así cuando se conocieron, y cada uno le sirvió al otro como pantalla de proyección de lo que habían entendido de su supuesta historia, que al final solo era una historia mal contada. Si se hubieran conocido mejor a sí mismos, habrían ubicado mejor los datos de su historia, entrado con más confianza en su relación, y se habría evitado ese choque de trenes.