Juan Jacobo Muñoz Lemus

juanjacoboml@gmail.com

"Guatemalteco, médico y psiquiatra"

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Ella llegó entusiasmada a contarle del estreno de una película que le llamaba mucho la atención.  Una de esas películas románticas, en las que se celebra el amor y la galantería de los hombres que saben dar valor a los anhelos de la mujer que aman.  

La historia era clásica, tomada de un libro famoso escrito por una mujer, y que trataba de vicisitudes y contratiempos que cedían progresivamente ante sentimientos elevados y sublimes.  Ella había leído el libro y estaba realmente ilusionada con el estreno; quería ver en imágenes la trama que conocía de sobra, y así se lo dijo a él.  Su ilusión era que fueran juntos a verla y celebraran su amor.  Ella era así, romántica.  

El recibió la noticia con indiferencia, y con acostumbrada tendencia a desacreditar los gustos de ella, por considerarlos cursis y en sus términos superficiales, por decir lo menos.  Y con un pragmatismo que en él era proverbial, le dijo a ella que esa era la clase de cosas de las que se podía prescindir.  Sin embargo, ella insistió y elevó la petición a la categoría de un favor, hasta que él en actitud magnánima, accedió a ir hasta el cine a ver el estreno de la película de marras; no sin antes descalificarla con el aire sabihondo de quien ni siquiera ha leído un libro.

Ella iba feliz, en parte porque vería la película que le ilusionaba y le generaba tantas expectativas, y en parte porque iba con él.  Tenía tantas ganas de amarlo, a pesar de su rudeza y sus aires de macho.  Todo eso no le importaba, ella quería amar y él había sido el elegido.  Y que nadie le preguntara por sus motivos porque su amor era tan inexplicable, que había decidido que un sentimiento no necesita explicación.

Cuando llegaron al cine, se dirigió a comprar los boletos que ella pagaría, para que no se le acusara de algún estereotipo de género.  Pero cuando iba hacia la taquilla, él la detuvo tomándola del brazo.  Le dijo que acababa de darse cuenta de que en otra de las salas estaban exhibiendo una película que a él le interesaba mucho.  

Era una película de carros arreglados y violencia sin fin, donde uno se cansa de contar a los muertos.  Le dijo también, que esa película tenía varias semanas en cartelera y que era seguro que pronto la quitarían; en cambio, la que ella quería ver estaba apenas estrenándose.  Seguidamente le propuso que entraran a ver la de él, y que otro día volverían por la de ella.

Ante tan implacable lógica, ella se sintió convencida o vencida, da igual, y aceptó la oferta.  Pasó por unos poporopos de caja grande, la mitad salados y la otra caramelizados que ambos devoraron, mientras ella buscaba la manera de interesarse en lo que aparecía en la pantalla.  Íntimamente se sentía triste; su conciencia era que al final, lo de ella no había importado.  La paradoja era, que no quería caer en estereotipos de género.

Él se veía satisfecho y se pavoneaba superior y vencedor.  Había negociado y convencido, nada había sido forzado.  Tal vez no lo pensaba conscientemente, pero se sentía placenteramente poderoso con el control.  

Cuando ella llegó a su casa, se echó a llorar avergonzada porque sentía que el asunto no era para tanto; aunque en el fondo sabía que esta era solo la última de tantas anécdotas de una larga colección de desatenciones.  

Se sentía culpable de querer terminar con su relación; en parte porque le había apostado creyendo en ella, pero ya eran años de llevarla a cuestas.  Era una relación deteriorada que había topado hacía tiempo, y ella se sentía crónicamente apática, abúlica y anhedónica.  Pude decir que, sin interés, sin motivación y sin gusto, pero me quise ver pedante; como soy hombre.  

Pero volviendo a la heroína de la historia.  Una idea fija rondaba su cabeza de manera casi obsesiva; lo que no sirve no sirve y si no sirve se tira.  Ella sabía leerlo bien a él; por lo que decía, por lo que hacía y por lo que dejaba de hacer, y por las tantas veces que le había demostrado que él no iba a cambiar esas conductas que a ella le dolían tanto.  

Se sentía harta de sus disculpas y arrepentimientos de última hora que no generaban ningún cambio, y que solo eran un ritual que siempre la hacía ceder.  Estaba cansada de remendar los hechos con palabras, y de que los reencuentros más que reconciliaciones fueran solo recaídas, igual que con cualquier adicción. 

La angustia la detenía por el temor al cambio y el dolor de romper con un ideal.  Sin duda, todo cambio provoca una crisis, dolor, nostalgia y melancolía; es como arrancarse un pedazo.  Pero el momento había llegado para ella, y debía dejar lo conocido y adentrarse en lo desconocido como única forma de atreverse a vivir.  Para que un recipiente rebalse primero debe llenarse y es una locura querer razonar fuera de él.  Entre el dolor de que algo no pase y la desesperanza de tantas nuevas oportunidades, se había acumulado mucho tiempo, y parecía un error seguir esperando que algo fuera lo que no es.  

Buscaba darse la razón por lo que sentía, algo que en realidad no necesitaba por tener todo muy claro, pero aun así lo intentaba para darse valor.  Lo único que había querido de él era tiempo y aventuras en complicidad.  Entendió que una pareja se sostiene con valores y no con gustos pasajeros.  Se repetía que amar es acompañar, cuidar y admirar; de no ser así, que caso tendría estar con alguien.     

Entre tanto esfuerzo y dolor, empezó a entender por qué las canciones de amor siempre son de desamor.  Seguramente era como una forma de explicar las cosas con lo que no son, ante la imposibilidad de dar con lo que se busca.  Entre las aspiraciones del ser humano y su idealización proyectada en otros; al final era más fácil decir lo que no es amor. 

Pensó que todo debía tener un orden, y decidió empezar por el amor propio para promover su bienestar como prefacio al bienser.  Para hacerse acompañar, primero era necesario entenderse a solas con ella misma.   Tenía que realizarse, trascender los hechos hasta alcanzar un equilibrio funcional.     

Si no se entiende así, tal vez se logre con una cita de George Bernard Shaw, ganador de un Premio Nobel y de un Oscar: “Aprendí hace mucho tiempo, nunca pelear con un cerdo.  Te ensucias y, además, al cerdo le gusta”.  

Dentro de la obra de Shaw, y para ir a tono con la historia de una película ganadora sacada de un libro, llamado convenientemente para este tema, “Pigmalión”; la heroína se entera de que él ganó una apuesta educándola y haciéndola a su modo.  Ella decepcionada lo deja y finalmente le dice: “Gracias a mí ganaste la apuesta, pero yo no te importo”. 

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