Juan Jacobo Muñoz Lemus
No imagino alguien a quien no le den vueltas en la cabeza pensamientos variopintos, producto de lo que vive, percibe o lee. Somos filósofos silvestres, y todos vamos por la vida sacando conclusiones, o lo más seguro, llenándonos de dudas. Como miembro de mi especie me pasa, y tengo la cabeza llena de retazos y piezas sueltas, reunidas en un depósito que parece no tener fondo y que siempre produce más inquietudes.
Queriendo tener algún control de algo, llevamos una vida llena de intentos, que muchas veces son intentonas que nos hacen sentir incompetentes o fracasados, cuando en realidad no pasa nada más que lo normal.
Cuanto se sorprende el ser humano por ser normal. Y para evitar la sorpresa y la vergüenza, encomienda a personajes imaginarios las acciones en las que no quisiera fallar y las que cree que no es capaz de cometer. Si no, ¿para qué la literatura, el cine o el chisme?
A los seres humanos no nos han educado en practicar la devoción del amor propio, mucho menos la del amor al prójimo. Esto viene desde el principio; las atmósferas de desamor dañan la confianza básica de los niños. Todo lo que se dice al respecto del bien, no es más que teoría bien dicha, que no se aplica más que en discursos, que siempre acaban confrontados por conductas incongruentes y cargadas de una emocionalidad egocéntrica.
Y la sociedad como pésimo escenario. Mal si se dice algo y mal si no se dice; qué difícil se vuelve interactuar muchas veces, especialmente en las relaciones íntimas, que son prácticamente la prueba de fuego de cualquier conato de madurez. Muchísimos casados saben, que la mayoría de sus pleitos son por terceras personas. ¿Acaso no es esto una evidencia de una mala identidad vinculativa?
Así vivimos, y aunque sostengamos que lo material no es más importante que lo espiritual, seguimos yendo como el burro tras una zanahoria, o como galgos corriendo en jauría a una liebre mecánica. ¿Qué valor tienen las cosas, y qué precio?, ¿Cuándo algo es caro y cuándo es costoso? El que no sabe relativizar está perdido, y lo más común será que pagará precios muy altos o querrá irse sin pagar. Eso cuando queremos conseguir, pero es igual a la hora de dar. Cuando damos un regalo deberíamos olvidarnos de él; no estar pendientes de si gustó o si se usó. Ese es un protagonismo al que hay que renunciar; de lo contrario, viene la violencia.
Estamos en un planeta donde se naturalizó a la violencia, incluso se la legitimó. La violencia reproducible es peligrosa, y los medios de difusión sus mejores promotores. La falta de ética también es violencia. No se logran ver claramente los alcances, aunque desde donde estoy parado, veo venir ríos de sangre. El colmo de la difusión es lo que ya está pasando, que se quiera hacer justicia a punta de Twitter.
Tenemos talentos aislados que, para mayor desgracia, no los ponemos al servicio de nuestra alma; ni siquiera al servicio de algún dios. Si los utilizamos, generalmente es con la intención de tener algún beneficio. ¿Cómo se llamará cuando uno gasta dinero que no tiene, en cosas que no necesita, para aparentar frente a gente que no conoce? ¿Cómo diferenciar si algo es certeza o es capricho, o si algo es libertad o soledad, incluso si lo que se siente es amor o solo una infatuación de inflamación narcisista? ¿Cómo reconocer si la sobreprotección de un hijo es por amor, culpa, necesidad de dependencia o rechazo disfrazado? Tantas ambigüedades, pero de eso se trata la vida, esa sempiterna.
Muchos tenemos vidas que no queremos tener, pero el sistema nos empuja a no preguntamos a qué vinimos al mundo. Hay una cuestión de verbos. Tener es poder, estar es seguridad y ser es identidad. Todos queremos tener un poco de piratas y aceptar tentaciones, conquistar, estar en la cumbre. Pero, aunque los gritos sean de guerra, el anhelo en el fondo siempre es de paz. Todos queremos paz, y cuando de relacionarse con los demás se trata, no necesitamos que alguien nos de paz, solo debe ser bienvenida la gente que no nos la quite.
¡Ah! Pero cómo se ve de bien el diablo predicando. Ante el entusiasmo que provocan las caricias al ego, no hay quien se resista. La mayoría de las acciones responden más a impulsos que a reflexiones; y se vive con lo que se siente, no con lo que se sabe. Es muy fácil engancharse, pero es horrible vivir la sensación de un pez luego de morder el anzuelo. Esperar cosas desesperadamente es como vivir todos los días en la capilla ardiente de un condenado a muerte.
Algo si parece estar bastante claro; que los peores momentos se dan, cuando no estamos en armonía con los principios fundamentales de la vida.