Jonathan Menkos Zeissig
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Recientemente, el Centro para la Justicia Internacional, Cyrus R. Vance, del Colegio de Abogados de la Ciudad de Nueva York, publicó la segunda edición de su Evaluación Anticorrupción en Latinoamérica 2021/2022 que, desde la óptica de la práctica jurídica, evalúa el marco jurídico, las autoridades y las instituciones con las que se cuenta para prevenir, sancionar y combatir la corrupción en diecisiete Estados de Latinoamérica, incluyendo Guatemala. En esta evaluación Guatemala aparece en el sótano, con 3.54 puntos sobre 10, ocupando el penúltimo lugar, a un paso de Venezuela, nada extraño cuando en los últimos años hemos sido testigos del exilio de fiscales y jueces que han ejercido su trabajo de manera honesta e independiente, así como de la prostitución de las leyes e instituciones de justicia.
El estudio concluye que el marco normativo anticorrupción guatemalteco es insuficiente para enfrentar de manera exitosa la corrupción. Dentro de sus deficiencias se encuentran la debilidad de los mecanismos para la detección de actos de actos de corrupción y sistemas de alertas, así como la falta de políticas para prevenir la corrupción en los sectores público y privado. Dentro de los desafíos para la aplicabilidad de la ley, se identifican la falta de voluntad política y la debilidad institucional reflejada en la poca independencia de las instituciones encargadas de sancionar la corrupción, así como la creación o modificación casuística de legislación particular para favorecer ciertos intereses o personas.
Las autoridades especializadas en la lucha contra la corrupción, como la Fiscalía Especializada Contra la Impunidad (FECI), dentro del Ministerio Público y el Organismo Judicial, aunque independientes en términos legales, lo que se observa en la práctica es que han sido capturados por grupos criminales para su uso particular. Para muestra: la actual fiscal general, Consuelo Porras, ha sido incluida por el Departamento de Estado en la lista de Actores Antidemocráticos y Corruptos. La inexistencia de una institución independiente que se encargue de supervisar y coordinar la implementación de políticas nacionales anticorrupción, incluidas las relacionadas con los conflictos de intereses observables en casos como contratistas del Estado y empresarios, que ostentan cargos públicos desde los que influyen en decisiones que les favorecen a ellos y a su gremio en lo privado.
Los evaluadores sostienen que los mecanismos de denuncia de actos de corrupción son, en general, accesibles. Incluso, los servidores públicos tienen la obligación de denunciar delitos de los que tengan conocimiento en el ejercicio de su cargo. Sin embargo, el Estado no cuenta con una política de protección a denunciantes, lo que disminuye las posibilidades de acusación.
El informe ofrece un conjunto de recomendaciones para cada uno de los Estados con el fin de cerrar los caminos a la corrupción, entre las que destacan cuatro, vitales para Guatemala. Primero, impulsar el fortalecimiento de los mecanismos de ética pública e integridad de las autoridades con normas para desincentivar, detectar y sancionar prácticas de corrupción; segundo, impulsar un marco jurídico para la prevención de la corrupción en el sector privado; tercero, garantizar y apoyar los esfuerzos de las organizaciones sociales para prevenir, detectar y denunciar la corrupción; y, cuarto, impulsar reformas legislativas y política pública para el fortalecimiento del poder judicial conforme a estándares internacionales, que garanticen las condiciones de independencia judicial necesarias para un eficaz combate a la corrupción.
El Estado guatemalteco está siendo moldeado para consagrarse en el reino de la corrupción, a pesar de sus costos sociales, políticos y económicos. Avanzar para acabar con la corrupción requiere, en primer término, cambiar la correlación de fuerzas políticas en el Congreso y el Ejecutivo, que determinan leyes, instituciones y funcionarios encargados de combatir la corrupción. Este es el enorme reto social frente a nosotros.