Jonathan Menkos

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Jonathan Menkos Zeissig
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La minería lleva muchos años siendo la principal fuente de conflictividad social en Guatemala. A pesar de su débil participación en la producción nacional y en la generación de empleo, sus mínimos vínculos con otros sectores de la economía y su casi nula tributación, los gobiernos de turno la favorecen y ponen a su servicio el poder represivo del Estado.

Entre los conflictos contemporáneos marcados por una desmedida violencia estatal están La Puya, en la que vecinos de San José del Golfo y San Pedro Ayampuc se opusieron a la mina de oro El Tambor; las comunidades de San Juan Sacatepéquez contra la instalación de la fábrica de Cementos Progreso; y la población de San Miguel Ixtahuacán opuesta a la mina de oro Marlin. En estos días el turno de ser reprimidos ha sido para los pobladores de El Estor, especialmente aquellos que lideran la defensa del Lago de Izabal y de los cerros que está licuando la Compañía Guatemalteca de Níquel —subsidiaria de la suiza Solway Investment Group—, desacatando impunemente la orden de la Corte de Constitucionalidad que suspendió en definitiva su licencia de explotación.

Las notas de prensa de medios nacionales independientes y agencias internacionales de noticias permiten evidenciar patrones de represión que van desde la construcción de noticias falsas, incluso por parte del propio Ministerio de Gobernación, para justificar el Estado de Sitio impuesto por el gobierno y avalado por la mayoría oficialista en el Congreso que da cabida a la militarización del territorio, la pérdida de garantías constitucionales de la población y de los medios de comunicación locales, la criminalización de la protesta y de los defensores del territorio y la prostitución del Sistema de Justicia en la construcción de casos espurios con los líderes sociales.

Lamentablemente, las empresas mineras, con sus codiciosos socios nacionales e internacionales, junto a los gobiernos de turno, han desarrollado un algoritmo para poner en práctica un castigo ejemplar para quienes levanten la voz, que va desde la humillación, la amenaza física y el encarcelamiento hasta la muerte.

En octubre, mientras el gobierno de Giammattei enviaba equipo y personal militar y policial a amedrentar a la población y a custodiar la impunidad de los camiones de la empresa minera suiza, ¿sabe usted cuánto recibió el Estado por pagos directos de los contribuyentes que hacen la explotación minera en todo el territorio nacional? Según datos de la Superintendencia de Administración Tributaria, fueron apenas Q13.4 millones. Ese monto debe estar muy por debajo de lo que el Estado gastó en la represión de El Estor, y está por debajo de las coimas y prebendas que los presidentes –Berger, Arzú, Pérez, Morales y Giammattei– y sus camarillas pro rentistas probablemente han recibido por el mayordomazgo de este sector.

Las comunidades indígenas, como las del Estor, dueñas de las tierras que habitan desde antes que llegara la cruz, la espada y el capital, están preocupadas por el deterioro ambiental irreversible que provoca la minería y por la pérdida de sus fuentes de trabajo y alimentación. Entienden, con sobradas evidencias, que algunas instituciones públicas son ilegítimas para mediar estos conflictos, pero aun así han seguido procesos ante la Corte de Constitucionalidad que les ha garantizado el respeto a su derecho de ser consultados de manera previa, libre e informada.

Los pueblos indígenas tienen derecho a decidir sobre la utilización de los recursos naturales de su entorno, y a participar en la concepción del desarrollo y las formas de alcanzarlo, sobre la base de sus tradiciones y creencias. Además, han sido contundentes al expresar: ¡No a la minería en El Estor! ¡No a la minería en Guatemala!

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