Jonathan Menkos Zeissig
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El Estado guatemalteco vive una crisis multidimensional, económica, social y política. En lo económico, el estilo de crecimiento orientado hacia el exterior, está basado en la exportación de bienes de bajo valor agregado y con alto impacto de los vaivenes de la economía global. Estos bienes exportables basan su competitividad internacional, no en la innovación sino en la disminución de costos lograda por medio de la precarización de los trabajadores y la reducción o exoneración de pago de impuestos.
Como consecuencia de este diseño económico, el país tiene una débil capacidad industrial y poco atractivo para la inversión que no esté ligada a la explotación de recursos naturales, renovables y no renovables. Este modelo no necesita ampliar el bienestar de las mayorías con educación, salud o capacidad de consumo. Su crisis se observa en su incapacidad para redistribuir la riqueza, la falta de personas capacitadas para avanzar hacia un estilo de crecimiento fundamentado en la tecnología y el conocimiento, la existencia de monopolios privados con poder desmedido, y el cada vez mayor número de migrantes forzados a escapar, principalmente, a los Estados Unidos. Pero la crisis del estilo de crecimiento económico no termina ahí. Ahora se suma su incapacidad para adaptarse y aprovechar los cambios económicos globales que son resultado de barreras sanitarias, aumentos del costo de transporte y de insumos y de los crecientes conflictos políticos entre potencias. La estructura económica guatemalteca es incapaz de obtener ganancias del proceso de desglobalización que vivimos y de la nueva búsqueda de autosuficiencia regional e, infortunadamente, tiene una capacidad escasa para quedarse con algunas de las cadenas de suministro que Estados Unidos trasladará de Asia hacia territorios más cercanos.
En materia social, en el Estado de Guatemala el bienestar social es algo residual, supeditado a la “eficiencia económica”, es decir, al interés de quienes tienen el poder de los mercados. Este diseño admite la baja calidad e inversión en la producción de bienes y servicios públicos, lo que mercantiliza la vida cotidiana (salud, educación, seguridad, justicia) y amplía la desigualdad social. Asimismo, Guatemala tiene el peor mercado laboral de América Latina, según el Índice de Mejores Trabajos, por su baja formalidad y alta pobreza de los trabajadores. La crisis social se evidencia en la alta mortalidad resultado de la pandemia, la desigual distribución de la atención médica y la salud, el hambre crónica en la que sobreviven dos de cada diez guatemaltecos, con cerca de la mitad de menores de 5 años padeciendo desnutrición y un millón de niñas, niños y adolescentes fuera de la escuela.
En lo político, la administración pública ha sido diseñada para favorecer este estilo de crecimiento económico y este modelo casi nulo de bienestar social. No es un Estado fallido, porque no hay falla aquí. El servicio civil está prostituido por intereses político partidistas y económicos, que capturan juntas directivas y espacios estratégicos para garantizar la sobrevivencia del modelo. El poder público hoy tiene nula planificación del desarrollo, débil capacidad fiscal, una impartición injusta de la justicia, y su deliberación política está basada en intereses personales o gremiales, entrelazados por fuertes y añejas cadenas de corrupción. Parte de la crisis se evidencia en la creciente ilegitimidad de los gobernantes y de la élite económica y las crecientes manifestaciones sociales.
Esta crisis multidimensional tiene dos soluciones opuestas con múltiples arreglos intermedios: o hay un cambio radical del modelo, impuesto por la capacidad de organización y acción de las mayorías; o quienes ostentan el poder responden a la crisis con represión y la instauración de un poder político autoritario. En este momento, la moneda está en el aire todavía.