Juan José Narciso Chúa
Guatemala es una sociedad que desde su pasado ha sido sujeto de expoliación por parte de diferentes grupos, lo cual ha sido durante un proceso de erosión permanente, que no implica la propiedad de construir o producir algo valioso, sino al contrario, se generan esfuerzos que plantean modificaciones profundas como durante la Revolución de 1944, pero al final con la ayuda de EE. UU., la Iglesia católica y la oligarquía local, botan ese esfuerzo que pretendía justamente romper con inercia que traía el país desde la colonia, para replantear un esquema de Gobierno que al final constituye el eje de dominación hasta nuestros días.
Los grupos oligarcas han mantenido el control del Estado desde ese 1954, para lo cual se aliaron con el Ejército con quien mantuvieron un acuerdo de control de todas las instituciones hasta que llegó la apertura democrática, en donde la visión oligarca cambió de aliados y se pasó del lado de los políticos con quienes articuló una nueva alianza, para mantener el control del Estado y sus instituciones, con este pequeño cambio en la conformación del bloque en el poder –oligarquía y políticos–, el Ejército pasa a un segundo plano, pero sin desaparecer del todo.
Conforme los diferentes cambios de regímenes democráticos vinieron sucediéndose, sin que se plantearan cambios de fondo en el país, con lo cual la democracia formal prevaleció sobre la democracia sustantiva; es decir, dentro de la democracia formal se convocaba a elecciones, se realizan elecciones, se postulaban candidatos y se relevaba en el poder al régimen anterior, esta situación únicamente cambió en el Gobierno de Jorge Serrano y de ahí se ha mantenido.
Ahora el ejercicio de la democracia sustantiva se perdió para siempre. Las transformaciones de fondo nunca llegaron, la persistencia en la lucha es mantener todo como estaba. El Estado no se transforma para convertirlo más allá de un ente eficiente, sino además en una institucionalidad que responda efectivamente a las necesidades de la mayoría, a orientar sus esfuerzos en romper con la dicotomía urbano y rural, en mejorar las condiciones de los pueblos originarios, en enfocar en la redistribución –dotación de bienes públicos para beneficiar a la mayoría– versus la asignación de fondos que descansan en la ilógica de la corrupción, en cambiar la estructura tributaria, en resolver el viejo problema de la propiedad de la tierra, en regular las prácticas de mercados imperfectos y, hoy, con más razón, a invertir en el medioambiente y los recursos naturales.
Contrariamente, todo lo que se cambia es para que no tenga ninguna modificación real, la democracia se extravió en lo formal, nada más y hoy estamos de cara a un nuevo proceso electoral que no tiene la más mínima credibilidad, se arreglan las candidaturas de los grupos que darán continuidad al proyecto de no hacer olas y asegurar beneficios a las élites, mantener a los exmilitares con sus beneficios, los políticos haciendo fiesta con la corrupción, pero hoy se agrega un actor más y peligroso: el crimen organizado.
La democracia se perdió, se quedó sin lo sustantivo (la ciudadanía) sin duda, con las elecciones actuales únicamente se orientan reducir el abanico de opciones a los candidatos que aseguren continuidad del modelo post-CICIG, no existe espacio para candidatos con propuestas modernizantes y se deja participar, pero el bloque en el poder sabe que no constituyen peligro o riesgo para su proyecto.
Así como la democracia se quedó sin contenido, sin sustancia, la sociedad se ha venido vaciando de credibilidad ante lo que ocurre, pero de la referida falta de credibilidad puede nacer la indignación, la rebeldía, la energía para protestar y buscar cambiar el futuro de nuestro país y recobrar el sentido puro de una sociedad fuerte, cohesionada contra la maldad, la infamia, la desfachatez, la mentira, que ostentan y divulgan los grupos que actualmente detentan el poder.