Grecia Aguilera

Periodista, escritora, filósofa y musicóloga. Excelsa poeta laureada. Orden Ixmukané, Orden de la Estrella de Italia, Homenaje del Programa Cívico Permanente de Banco Industrial, Embajadora y Mensajera de la Paz.

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Comparto con ustedes, del álbum de Urnas del Tiempo de mi señor padre, el maestro León Aguilera (1901-1997), la Urna del Tiempo titulada: “Del amor a las nubes” que manifiesta:

“Amamos las nubes, porque son geográficamente soñadoras, nos despliegan inmensos Atlas, siempre nos evocan algún continente, península o isla conocida y que, sin embargo, se pierde en la nébula de lo impreciso; es una realidad, puede ser una Alaska, una Polinesia, una Noruega, así están en relieve, cuando una mano invisible las borra, las desvanece para recomponer otros mapas.

Amamos esas nubes, porque siempre hay un barquito de oro, de ilusión que boga alrededor de sus litorales suntuosos; ya es un estrecho inmenso azul, con ligeras islas de algodón, cuando desaparece por la superposición de murallas de niebla nívea, y entonces parece zozobrar la campanita de oro del barco.

Amamos las nubes, porque reflejan nuestra inquietud, esa inquietud sin la cual no podríamos vivir; a veces son cordilleras amontonadas unas sobre otras, blancas o grises; el calor abanica con desesperación los cuerpos, el corazón bate presuroso y las mujeres se aparecen tropicalmente tentadoras con sus escotes; rodean lagos inmensos, y entonces cruzamos en naves plateadas, en bajeles de nácar, remando con el amor.

Amamos las nubes, porque tienen similitud con el ensueño, son velos de novia, algodones de ternura, almohadones de plumas para recostar la sien cansada de arder pensamientos y divagaciones; allá estaríamos bien, pensamos, entre las nubes, más ¿soportaría este grávido cuerpo esa fragilidad alba?

Amamos las nubes, porque nos parecen plataformas de terciopelo, desde donde tomar impulso para arrojarnos hacia la atracción sublime del azul, de ese azul que dicen es una ilusión, pero ahora es una realidad y lo bebemos con las pupilas, intensamente, con sed insaciable, hasta tornarnos azul el cerebro y ver las cosas con tintineos azules y piececitos azules de pequeñuelo.

Desde lo alto del estadio las vemos acumularse, tras de ellas el sol de la tarde se reclina y levanta llamaradas blancas en las orlas, esas orlas nos deslumbran; por momentos nos olvidamos de las luchas y sordideces de la humanidad para balancearnos entre ellas; es sublime asumir incensarios con las manos, evaporar la frente de la Quimera y quemar poms con demandas celestes; océanos se abren y gigantescas montañas se perfilan, son los cirrus, son los cúmulos, para nosotros son los sueños del cielo.
A veces parecen barrer plumas los ángeles, otras están tan peinadas y transparentes que están a punto de quebrarse sus diafanidades; siempre nos están recordando que también ellas viven y suspiran, y para calmar los sufrimientos de los hombres se derraman en lágrimas suaves o en sollozos violentos; siempre nos dicen que ellas están en el límite entre la tierra y el firmamento, y que soñar es bello y es bueno, pues nos redime de la pesadumbre del buey y del tedio de la rutina.

Ya al anunciarse el véspero ellas se van dorando, sonrosando y tienen estremecimientos lilas; escalofríos de colores recorren esas alburas, esos grises pálidos, las nubes se están enamorando o están añorando, bien pronto aparece la dulce melancolía y las pinta, son los celajes con sus múltiples matices.

¿Podéis definir si un celaje es rojo o anaranjado? Fácil es decirlo, pero hay muchos rojos de tenue al intenso, y muchos anaranjados del convaleciente al poderoso; estos celajes coronan a las muchachas suaves para el amor y a los hombres con luz en el corazón.

Amamos las nubes, son nuestras ansias y nuestras avideces, que ellas nos revelan: ¡Qué mágicas pintoras! Cuando la ciudad canta su fatiga vespertina, ellas en los tiempos diáfanos encienden sus gentiles aromas, su policromía y los ángeles nos ofrendan bandas de iris.

Hemos anhelado dormir con la cabeza en las nubes, vivimos con la frente sobre ellas; las nubes pasan por la mente y como en un sueño de brahmán creamos los mundos, los mundos de las nubes, de la fantasía y de la ilusión.

Amamos las nubes, porque amamos esta inquietud de ser celeste y humana, que se compone y se renueva, que se va de viaje en los Atlas nebulosos y se desvanece en las sonoridades etéreas del agua y de la luz, las nubes están naciendo siempre”.

Esta fabulosa Urna del tiempo de mi señor padre León Aguilera, me hace meditar, y pienso que las nubes seguirán naciendo y muriendo en celajes eternos, renacerán en nuevos celajes que brillarán intensamente con los rayos del sol, y que cuando lo esconden mágicamente, es porque no desean que vea los sollozos de sus almas; estos celajes, que son por instantes, nos traen mensajes que debemos comprender para que colmen de esperanza nuestros corazones.

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