Grecia Aguilera
Del álbum de Urnas del Tiempo de mi señor padre, el maestro don León Aguilera (1901-1997), comparto con ustedes la Urna del Tiempo titulada: “Adormecimiento en el agua” que manifiesta:
“De las finas jaulas de agua saltan canarios amarillos y se lanzan a cantar sus júbilos liberados, van en busca de los cenzontles lejanos, esos que trinan con nostalgias de campos mojados de ayer, y con avideces de jardines lluviosos hoy; unos clarineros se mueven metálicamente luctuosos, como si fuesen recuerdos surgidos entre los árboles, y volasen de una pena transcurrida a otra; los ramajes se sacuden y derraman miles de ánforas diminutas de cristal, algunas se quiebran sobre el dorso de la mano, otras resbalan sobre los labios como para apaciguar la brasa de los besos.
Celosías del lento llover, persianas diamantinas de agua; a otro lado a través del tiempo opaco se asoman figuras gentiles de otros días… Llueve sobre el ayer en el hoy; somos lo que fuimos, no puede ser de otro modo, es irremediable y esta agua del tiempo es… Al otro lado de nosotros mismos, la llovizna nos pone como un muro de transparencia sobre esos países interiores en donde ya existimos; fuimos, hemos sido, somos, es como una túnica inconsútil, crece con nosotros y habrá de dejar de adaptarse cuando ya no seamos; no ser, un día ¿podrá ser eso posible?
Y mientras, ante esa expectativa de escalofríos vertebrales, el cuerpo reclama su suntuosa vestidura, su mejor perfume, su rico atavío; embelleced la vida, hoy que sois vida, porque la muerte material es algo tan horrible que ha menester de ser ocultado, tras la sublimidad que deja tras sí el vuelo del espíritu. Y hoy somos: y nos envuelve, nos impregna como una mota húmeda de rosas y de violetas; es ese matiz como nuestra inquietud, como nuestra vacilación entre las fronteras de las hojas y los pétalos, es un confín indefinible morado lila para los desvanecimientos de la rosa, entre los brazos del clavel.
Es el instante de elevarnos en el éter del alma, y de sentir esta alma en la sangre y en la piel, y de sacarle a los sentidos una gama extraordinaria más allá de sus brutales programas, de los ultrasentidos, diríamos, esos que hacen que en el amor tengamos algo de estrella, de espacio, de ensueño, de enardecimiento de una materia estremecida en ímpetus de posesión, en el gemido infinito del ser y más ser…
Del gris de las nubes se sueltan a trinar las calandrias del corazón, y en el gris, gratos son los gorgoriteos de oro de los jilgueros, mientras dentro, en lo más íntimo, un viento nostálgico cuaja de rocío las amarillas caléndulas, esas que quedaron en los recuerdos, perdidos allá, como camposantos de aldeas antiguas y remotas.
El viento mueve los bambúes transparentes; del olvido de las casas derruidas y de los caminos extraviados vienen esos fantasmas, que juzgábamos bajo sus viejas lápidas, o surgen esos peregrinos, que somos nosotros desde el pasado, y nos preguntan: ¿Somos cuántos antes habéis sido, somos vuestro ayer? Los miramos y algo poroso se enternece dentro, los saludamos, los abrazamos y luego se desvanecen; en un alto de lluvia un relámpago se extiende como una gigantesca azalea de luz… Y un espejo infinito nos refleja, nos multiplica en las gotas del agua nuestro anhelo íntimo.
¿Qué anhelamos? ¿Qué se quiere cuando el amor es fuego inextinguible? Y más allá de la vida torna el amor a aniquilar la muerte y el olvido; y en ese llover el amor pulsa las almas estremecidas, y los corazones turbados de pasión.”