Flaminio Bonilla Valdizón
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SIGO. En mi vida hubo algunos años, creía ser receloso porque la soledad era una ingrata parte de la vida y no entendía jamás cómo es que llega a soportarse y que aquellos que la padecen viven en abandono y desgracia, descuido y grande tragedia. Más la soledad que es mía y de nadie más, me produjo evocación de dichas o de reveses, de triunfos y bofetadas, de afrentas y desafíos. Pero estemos claros que los golpes, contrariedades y hostilidades nos hacen madurar. Yo al menos no delinee fronteras ni construí muros, cuando sentí que podría ser demolido por tantos topetazos severos. Que no se interprete mal, pero no es una soledad de amistad y compañerismo, cariño, querencia y ternura; es una soledad de revitalizar, evidenciar y reconfortar la vida, no es una soledad desapegada o de abandonos repleta. Es un aislamiento buscado por cosas que son de la inmanencia del alma o de aspectos que tal vez suenen ser dislates o asperezas, pero que son reales porque te sacuden, incluso aquellos que son de la muerte, pero en nada deben ser aberrantes, porque cada segundo, minuto, hora, día, mes y año, no sólo denota que los estemos viviendo y nuestro tiempo transcurriendo, significa también que poco a poco recorremos la vereda hacia el postrer destino. No es desamparo o retiro, ni carencia de júbilo o regocijo, ni sinsabores apañados. No es esa soledad que afirmaba Ramón Gómez de la Serna, “para estar completamente solos tendríamos que desprendernos de nosotros mismos”, sino esa soledad a que se refirió el filósofo alemán Arthur Schopenhauer cuando afirmó, “la soledad es la suerte de todos los espíritus excelentes”.
Porque a mí la soledad no me llevó a la deriva ni al desvarío, mi soledad fue un cántaro de agua cristalina, pura y límpida. Fue un bálsamo de animación, de dicha y por qué no decirlo, de sentirme orgulloso y exaltado, pulcro y denodado. Es tan sólo un valor sentimental que a mí me resulta agradable. Igual siento estar acompañado que íngrimo, desolado y solitario, porque no es séquito amoroso ni una locura invernal, que ahora con 71 años inventé una reclusión para obtener una patente, o esto que algunos creerán parte de una estolidez insana o vesania frenética o un bipolar bloqueo mental. Mi soledad no tuvo ahogos, no me sentí eremita, sino habitada y mundana. Mi fuego jamás se apagó, pues creo me encendió en cordura y me dio nueva luz, porque como bien afirma Paulo Coelho, “un guerrero de la luz usa la soledad, pero no es usado por ella”. Porque la luz de mi razón jamás ni nunca se agotó. Trate de hacer las cosas en el hoy, no delegarlas al mañana. La soledad me hizo sentir más humano, porque para mí la soledad tiene color de esperanza, ya que como dice un refrán japonés, “es mejor viajar lleno de esperanza que llegar”; mi retiro no fue un aislamiento corporal, lo sentí espiritual como un soplo de dulce armonía, el canto del ruiseñor, la calidez de un abrazo sincero y vigoroso, ese calor amigable de ardientes fogatas, porque mi soledad fue jubilosa, de oleajes fuertes y detonantes con el aliento bramante de océanos. Y cuando despertaba al alba, mi imaginación volaba pensando en los girasoles, en deshojar margaritas, las generosas violetas, en la hermosura y rareza de nuestra Monja Blanca y su “encanto de diamante”, las flores de mil colores, en el rojo vivo del geranio, el aletear y el aplauso del colibrí, el verdor de las praderas, el quetzal y sus bosques lluviosos, los majestuosos volcanes, las sierras y cordilleras, Alberto Velásquez y su “Canto a la Flor de Pascua”, Werner Ovalle y su “Padre Nuestro Maíz”, Otto René y su “Patria Peregrina” y su épica, revolucionaria, consecuente, imperecedera y siempre vigente, el “Vámonos Patria a Caminar” . . . y en el rociado y dulce olor de mi tierra, porque “la naturaleza es un artista original.”
Continuará.