Recuerdo la primera vez que viajé a los Estados Unidos, hace décadas ya, y escuché que, al continente americano, América, le llamaban «las américas», un plural que me pareció sino ofensivo sí ignorante. Esa fue mi primera reacción. Cuando regresé años después y estudié en la Universidad Estatal de Michigan, un campus enorme para unos cincuenta mil estudiantes, vi que no era ignorancia. Los profesores y estudiantes también llamaban a mi América las «américas». Es un problema de poder y de ideología. Quien tiene el poder, impone su ideología y eso incluye sus nombres.
Ahora le quieren llamar al Golfo de México, golfo de América, algo que, para nosotros, desde el Río Bravo hasta la Patagonia, nos parece ridículo.
Este continente nuestro tiene miles de millones de años y previamente, en términos generales, existían dos grandes «escudos» continentales: El amazónico y los escudos canadienses. América existía como parte de un supercontinente llamado Pangea, pero hace 200 millones de años Pangea empezó a fragmentarse. Hace unos 150 millones de años, dicen los geólogos, empezó una intensa actividad volcánica en el fondo de lo que ahora es Centro América y con continuo movimiento de las placas tectónicas sobre las que estamos se empezó a formar el istmo centroamericano, de lo que ahora es Guatemala hasta Panamá.
La conexión entre lo que ahora es Sur América y lo que es Norte América la hizo, geológicamente hablando, la emergente Centro América en aproximadamente cien millones de años. La primera vez que vi una modelación de este fenómeno geológico la vi a finales del siglo pasado en una conferencia científica en La Habana. Ahora es una modelación común en internet. Es una modelación que nos deja esa hermosa sensación a los centramericanos de saber de dónde venimos, geológicamente hablando.
Antes de la llegada de los españoles a lo que se terminó llamando América en honor a Américo Vespucio, el navegante que «descubrió», cartográficamente hablando, a América, ya existían cientos de culturas en estos territorios, culturas avanzadas, especialmente los Mayas, los Aztecas y los Incas de los que tenemos más información. No sé cuál debería ser el nombre correcto de nuestro continente. Los norteamericanos terminaron llamándole: América Latina y, por lo tanto, desde su perspectiva somos simplemente «latinos».
Así que cuando pensemos en América o en lo que ahora es llamada América Latina, desde México hasta Argentina, incluyendo el Caribe, debemos saber la larga historia geológica y cultural que tenemos. En estos últimos diez mil años, cuando en estas tierras se «inventó» el maíz, la papa y otros alimentos, donde se probaron diferentes sistemas de manejo del agua, que sí funcionaron y funcionan, desde donde se hizo una astronomía avanzada que es reflejada en los sistemas de construcción de sus grandes templos como lo documenta el investigador mexicano Alberto Camacho en su hermoso libro: Mesoamérica, obsesión con los grandes números. En estas tierras desde donde aún podemos leer el libro sagrado de los Quichés, el Popol Vuh, desde esta tierra nuestra buscamos formas de vivir que respeten más nuestra naturaleza.
Ahora, en estos tumultuosos tiempos, cuando los seres humanos parecen haber avanzado tanto en todo hasta en la capacidad de autodestruirse, debemos voltear nuestra mirada a nuestros hermosos orígenes en este territorio.
Es hora de replantear nuestro estar en el mundo, en especial el mundo nuestro desde el Cabo de Hornos hasta el desierto de Sonora, desde Buenos Aires hasta Durango y sus hermosas noches de frio de diciembre, desde Bahía hasta Quetzaltenango, como dijo el poeta cantor Facundo Cabral, para que entendamos que desde hace miles y miles de años ya en este territorio habían padres educando a sus hijos, preocupados como estamos nosotros actualmente, que habían astrónomos formando a otros astrónomos, que habían ingenieros formando a otros ingenieros, poetas describiendo las mismas noches que miramos hoy porque son las mismas estrellas que observamos hoy.







