0:00
0:00

 

En el mundo observamos una decadencia de la democracia, ya sea en el norte o en el sur, en el oriente o en el occidente. La democracia siempre ha tenido enemigos: Los señores feudales preferían mantener la servidumbre, los reyes no querían abandonar la monarquía, las aristocracias defendían sus privilegios, los militares buscaban el poder absoluto sin presidentes civiles. Hoy, los corruptos son los que más rechazan la democracia, porque se benefician de sistemas autoritarios donde no hay ley ni orden, sino la suya propia.

La democracia enfrenta una crisis profunda en nuestra región. En El Salvador, las instituciones democráticas han sido debilitadas significativamente, con una concentración de poder que ha erosionado los contrapesos institucionales, aunque esto ha coincidido con una drástica reducción de la violencia que explica la alta popularidad del presidente Nayib Bukele. De hecho, las encuestas de CID Gallup en 2025 muestran aprobaciones entre el 83% y el 90%, impulsadas por mejoras en seguridad a corto plazo, pero con riesgos evidentes para las libertades a largo plazo. En Honduras persisten problemas estructurales profundos, con resultados mixtos y volátiles en indicadores democráticos. Nicaragua está gobernada por un régimen autoritario que se aprovechó de una revolución genuina para consolidar el poder personal. Incluso países tradicionalmente estables como Costa Rica y Panamá muestran signos de erosión, con mayor estabilidad relativa, pero compartiendo desafíos estructurales centroamericanos, según informes regionales como el Estado de la Región 2025.

Hay un atractivo evidente hacia el autoritarismo. Aún recuerdo a mis abuelos maternos hablando nostálgicamente de que en la época de Ubico no había ladrones, como si quisieran regresar al orden impuesto por ese régimen represivo que gobernó Guatemala antes de la Revolución de 1944. ¿Por qué tantas personas apoyan figuras o regímenes autoritarios? Porque perciben soluciones rápidas a problemas urgentes, como la inseguridad, aunque a largo plazo estos enfoques puedan agravar otras dimensiones de la crisis. Lo cierto es que existe un encanto con la simplicidad del autoritarismo, especialmente ante la ausencia de una educación pertinente que nos ayude a comprender y navegar la complejidad inherente a la democracia.

Tomar decisiones en una democracia exige equilibrar al menos tres poderes independientes: Legislativo, Judicial y Ejecutivo. Ninguno puede actuar sin límites, y este sistema de pesos y contrapesos, aunque esencial, puede parecer lento y frustrante para quienes demandan resultados inmediatos. Yo mismo caigo a veces en esa tentación antidemocrática. En columnas recientes he expresado desesperación al ver que figuras cuestionadas permanecen en puestos clave, como la fiscal general en Guatemala, reflejando la impaciencia colectiva ante la corrupción. Si fuera como en algunos regímenes autoritarios, se resolvería de un día para otro. Pero ese precisamente es el riesgo: en democracia debemos respetar los procedimientos legales, el debido proceso y la independencia de poderes.

Esta simpatía por el autoritarismo no es nueva ni exclusiva de una ideología, como explica la sociología política. Karen Stenner, en sus estudios, argumenta que no se trata simplemente de conservadurismo, sino de una predisposición psicológica: quienes tienen baja tolerancia a la diversidad y a la complejidad se sienten atraídos por líderes que prometen uniformidad, orden y seguridad existencial, evitando el debate y la diferencia.

Esto impone una demanda urgente a nuestros sistemas educativos. Si queremos democracias sólidas, necesitamos educación pública de calidad desde parvulitos hasta la universidad, que forme ciudadanos capaces de manejar la complejidad, de reconocer que todos merecemos los mismos derechos y obligaciones, sin privilegios indebidos. Recordemos cómo Horace Mann, padre de la escuela pública en Estados Unidos, impulsó la educación como base para la democracia emergente, enfrentando opositores intolerantes como el Ku Klux Klan, nacido en 1865 como organización racista, clasista, machista y xenófoba que aún persiste como ejemplo de fuerzas antidemocráticas.

En resumen, para una verdadera democracia necesitamos un sistema educativo pertinente y accesible que nos prepare para vivir en diversidad, con igualdad real y una vida digna para todos, absolutamente todos. Esa es la esencia de la democracia, y por ella debemos luchar con perseverancia. Hagámoslo ahora, en este tiempo de reflexión navideña, porque si no es ahora, no será nunca.

Fernando Cajas

Fernando Cajas, profesor de ingeniería del Centro Universitario de Occidente, tiene una ingeniería de la USAC, una maestría en Matemática e la Universidad de Panamá y un Doctorado en Didáctica de la Ciencia de LA Universidad Estatal de Michigan.

post author
Artículo anteriorAccidente vial en calzada Atanasio Tzul deja dos heridos trasladados a centros asistenciales
Artículo siguienteDel Himalaya a Guatemala: energía, poder y la oportunidad del modelo híbrido