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Como si fuera el camino a una mina de oro —como de hecho lo es, pues el agua es la verdadera riqueza de nuestra tierra—, el camino hacia una ley de aguas digna en Guatemala sigue siendo un tortuoso sendero. Se asemeja al histórico «camino de las 48 vueltas» que unía Quetzaltenango con la ciudad de Guatemala a mediados del siglo XX, pasando por Totonicapán y Sololá. Decía mi papá que era una carretera complicada, enredada, con curvas difíciles de sortear, donde los buses como Transportes Higueros o Rutas Lima avanzaban con esfuerzo, simbolizando la perseverancia ante los obstáculos.
Así parece el trayecto de la ley de aguas en Guatemala: un camino senoidal, lleno de vueltas que representan no solo barreras, sino la resistencia indígena y comunitaria que ha custodiado este recurso vital por generaciones.

Mucho antes de la existencia de Guatemala como país, la crisis del agua ya había alcanzado a los antiguos mayas. El abandono repentino de ciudades como Tikal, documentado por investigadores como Richardson B. Gill en su libro Las Grandes Sequías Mayas, ilustra esta verdad: «Cuando una sociedad carece de alimento y agua, el pueblo muere».
La ausencia de agua es una crisis mundial que se intensifica con nuestro modo de vida moderno. La ONU alerta que la demanda de agua dulce crecerá drásticamente, mientras millones carecen de acceso básico. La Organización Meteorológica Mundial (OMM), en reportes recientes, confirma que el cambio climático hace el ciclo hidrológico más irregular: 2023 fue el año más seco para ríos globales en décadas, con glaciares perdiendo masa a ritmos récord.

El agua será tema geopolítico y batalla cotidiana. Por eso urge legislarla, pero no para empoderar más a los grandes monocultivos que han abusado de este líquido precioso, ni para penalizar a las comunidades rurales que, por siglos, han desarrollado sistemas autosustentables de manejo.

Los grandes empresarios de monocultivos e industria deben pagar por el agua que consumen, comprometerse a cuidar zonas de recarga, reusar el recurso y respetar el medio ambiente en su producción. La ley debe obligarlos. A las comunidades y sus comités, el Estado debe apoyarles en él reúso y, sobre todo, en el tratamiento de aguas, reconociendo sus saberes ancestrales.

La ley debe crear un Instituto Nacional de Agua independiente, con capacidad científica y tecnológica para balances hídricos dinámicos, estudios de calidad e integración de conocimientos indígenas —algo que el INSIVUMEH no puede ni debe asumir solo.
Como las 48 vueltas metafóricas, llevamos décadas tratando de legislar el agua. Leyes van, leyes vienen —como dice la adivinanza—, pero se detienen en el aire al ingresar al Congreso.

El último proceso nacional amplio fue entre 2016 y 2017, con la Marcha por el Agua y las liberaciones de ríos en la Costa Sur, donde comunidades denunciaron desvíos por ingenios. Paralelamente, los Diálogos del Agua de la Universidad de San Carlos generaron un borrador valioso, hoy engavetado.

Hoy, tras años de diálogos impulsados por el Ministerio de Ambiente, se anuncia una nueva propuesta para 2026, con figuras como una Superintendencia. Pero las razones del tortuoso camino persisten: intereses políticos profundos y visiones opuestas, desde ver el agua como esencial para la supervivencia hasta como mera mercancía.

A lo lejos se escuchan pasos de versiones que, leídas en clave, parecen no cambiar lo esencial. Eso despertará la reacción de quienes defendemos el agua como bien público.
Las 48 vueltas no son solo un camino físico: son símbolo de resistencia y organización indígena guatemalteca. Por eso, todo el pueblo debe participar en la construcción y cumplimiento de la ley. No puede ser tarea de pocos ni proyecto opaco. Escuchemos las voces de las comunidades que han cuidado el agua por siglos, para que nazca un camino viable, una ley pertinente que priorice la vida sobre el lucro.

El agua no espera; es vida que fluye y nos llama a defenderla colectivamente. Defendámosla ahora, porque si no es ahora, no será nunca.

 

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