0:00
0:00

El 6 de agosto de 1945, Estados Unidos lanzó la bomba atómica sobre Hiroshima. Ese día el mundo cambió para siempre. La Guerra Fría comenzó de verdad: una confrontación sin enfrentamientos directos entre las superpotencias, pero con batallas sangrientas en los países periféricos. Dos banderas claras ondeaban entonces: capitalismo, por un lado, comunismo por el otro.

Guatemala fue uno de los primeros campos de esa guerra sin balas entre Washington y Moscú. La Revolución del 44 intentó romper el sistema cuasi feudal basado en la explotación brutal de comunidades indígenas y campesinas, sobre todo en las fincas de café y banano de la costa sur y el occidente. Los gobiernos de Juan José Arévalo y Jacobo Árbenz impulsaron la modernización del país, la seguridad social, el Código de Trabajo y, sobre todo, la Reforma Agraria. Eso bastó para que la United Fruit Company, los grandes terratenientes y el Departamento de Estado norteamericano nos etiquetaran de “amenaza comunista”. En 1954 la CIA organizó una invasión, creó campañas de desinformación masiva y derrocó a Árbenz. Empezó el acabose.

Le siguieron 36 años de Conflicto Armado Interno, más de 200 mil muertos, 45 mil desaparecidos y un país destrozado. Los militares se hicieron millonarios, sembraron la corrupción como sistema de gobierno y convirtieron la política en un negocio de sangre. Cuando en 1986 llegó Vinicio Cerezo, el primer civil electo en décadas, la democracia fue más fachada que realidad: el ejército seguía mandando desde las sombras y la guerrilla aún combatía en las montañas.

La caída del Muro de Berlín en 1989 dejó huérfanos ideológicos a muchos. Como me dijo una vez Gustavo Búcaro, un colega profesor en el CUNOC: “Fernando, nos quitaron la bandera”. Y tenía razón. El supuesto comunismo real nunca había sido comunista en el sentido marxista original; la Unión Soviética era un régimen autoritario con economía planificada, Cuba quedó a medias, y hoy la China “comunista” es una de las mayores potencias capitalistas del planeta. Las ideologías se desvanecieron. Solo quedaron los intereses.

En Guatemala firmamos la paz en 1996, pero la democracia nunca terminó de nacer. Los gobiernos civiles que vinieron después fueron, en su mayoría, una mezcla grotesca: neoliberales que profundizaron la desigualdad, exguerrilleros convertidos en aliados de genocidas (Portillo y Ríos Montt son el ejemplo más obsceno), y un sistema político capturado por mafias que se turnan el poder.

Lo más cerca que estuvimos de romper el círculo vicioso fue con la CICIG y el Ministerio Público entre 2007 y 2019. Por primera vez se desmantelaron estructuras criminales que operaban dentro del Estado. Por primera vez los intocables fueron a la cárcel. Por eso mismo los dueños de siempre —algunos sectores del Cacif, familias tradicionales, militares enriquecidos y sus operadores políticos— movilizaron todo: mercenarios legales, mercenarios de prensa, mercenarios en el Congreso y en el sistema de justicia. Lograron expulsar a la CICIG y capturar nuevamente las instituciones.

Hoy ya nadie se disfraza de ideología. El Pacto de Corruptos no es de derecha ni de izquierda: es simplemente un pacto de impunidad. Tienen cooptado el Congreso, gran parte del sistema de justicia y gran influencia en el Organismo Ejecutivo. El gobierno actual, que llegó con la bandera del cambio, parece no haber entendido la magnitud histórica de su mandato o no tiene la fuerza (o la voluntad) para enfrentarlos de frente.

Y aquí viene lo más duro: la democracia no emerge porque, en buena medida, la mayoría de la población no la pelea. Después de décadas de terror, muchos guatemaltecos aprendieron a sobrevivir agachando la cabeza. Pero también es cierto que en 2015 y en 2023 cientos de miles salieron a las calles y votaron contra el sistema. Esa energía existe.

La construcción de la verdadera democracia debe ser un trabajo de todos. Ya no es problema de ideología alguna, ni de derecha ni de izquierda. Que no quieran asustarnos con el petate del muerto. La única posibilidad real es organizarnos desde abajo: barrios, comunidades, municipios, universidades, mercados, redes digitales. Exigir rendición de cuentas todos los días. Apoyar y proteger a los jueces y fiscales honestos que aún resisten. Fortalecer a las autoridades ancestrales, a los movimientos campesinos e indígenas que nunca se rindieron. Construir una ciudadanía activa que no se conforme con votar cada cuatro años y luego volver a casa. Hagámoslo guatemaltecos y hagámoslo ahora porque si no es ahora, no será nunca.

Fernando Cajas

Fernando Cajas, profesor de ingeniería del Centro Universitario de Occidente, tiene una ingeniería de la USAC, una maestría en Matemática e la Universidad de Panamá y un Doctorado en Didáctica de la Ciencia de LA Universidad Estatal de Michigan.

post author
Artículo anteriorCon visita de la DEA, Trump agradece apoyo de Guatemala en combate al narcotráfico
Artículo siguienteRector Mazariegos desacata orden judicial