En su última columna escrita aquí en la Tierra y aquí en La Hora, del 1 de diciembre de 2025, Mario Alberto Carrera, nuestro Premio Nacional de Literatura, reflexiona y nos hace reflexionar sobre el existencialismo.
Nos tenía acostumbrados a textos profundos. Hablaba de Freud o de Jung –pues en el fondo era seguidor del psicoanálisis–, de José Milla y Vidaurre o de Sartre, y siempre nos ubicaba con precisión en el tiempo y el espacio de las ideas.
En su artículo final aborda el tema esencial de la libertad humana. Aunque los existencialistas han sido criticados por no ser racionalistas ni científicos, el gran aporte de Mario Alberto fue recordarnos que somos nosotros quienes decidimos qué hacer con nuestra vida. La elección –qué estudiar, cómo vivir, a qué renunciar– no debe ser autoengaño ni sumisión al autoritarismo reinante. Tenemos opciones, tenemos grados de libertad.
Contrasta esa angustia radical con la comodidad psicológica de la fe, que permite delegar la responsabilidad última en Dios. Para el existencialismo humanista, en cambio, cada decisión —por trivial o trágica que sea— es un acto libre, solitario y sin excusas.
Durante los últimos meses disfruté especialmente sus textos sobre José Milla, el gran cronista costumbrista de la Guatemala colonial y poscolonial, comparable en gracia y precisión solo con Ricardo Palma. Para Mario Alberto, la novela histórica centroamericana nace ahí, en la pluma de don José Milla y Vidaurre.
Conocía esa tradición como la palma de su mano. Recordaba, por ejemplo, que en su juventud Milla coqueteó con el liberalismo, pero pronto comprendió que el régimen de Rafael Carrera llegaba para quedarse y terminó alineándose con él, no sin antes escribir un poema rebelde contra el caudillo.
Mario Alberto publicó decenas de libros y cientos de artículos. Yo solo fui un lector esporádico de sus columnas, pero siempre las disfruté. Lo percibí siempre como un psicoanalista existencialista: abierto, nada dogmático. Nunca estreché su mano, pero sí sus escritos; aunque discrepaba en algunos temas, especialmente en los referidos a Tecún Umán, a quien yo sigo considerando un príncipe quiché.
Él era un tanto existencialista, como lo soy yo, porque ambos sabíamos que la soledad es, al final, nuestro aprendizaje último.
Termino este breve homenaje con uno de sus párrafos más hermosos y contundentes:
«La vida de un hombre existencialista es un permanente escoger sin Dios y, por tanto, en libertad. Escoge adorar a Marx o a Hegel. Estudiar una carrera humanística o técnica. Vivir o suicidarse. Matar o dar vida. Vender su primogenitura por un plato de lentejas o soportar el hambre devoradora. Enfermarse o estar sano. Disfrutar la vida o vivir en la autocompasión. Desear el poder temporal o las riquezas del espíritu. Casarse o vivir soltero. Escribir un libro o sembrar papas…».







