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Recuerdo con claridad nuestro tiempo en Casa Pueblo. Era un lugar que le dice adiós al Sol en cada atardecer para darle la bienvenida a la vida, un lugar hermoso, lleno de arte, lleno de encuentro, lleno de mar en Punta Ballena de la bella Uruguay. Recuerdo a detalle mi asombro con el poema Ceremonia del Sol, un breve tributo al Sol mirando hacia el oeste, hacia el mar, viendo esa esfera perfecta que iluminaba tus ojos y mi corazón, todo mediado por la amistad.

Casa Pueblo fue soñado, pensado y realizado por el artista uruguayo Carlos Páez Vilaró, ubicado a la orilla del mar Atlántico, océano, en Punta Ballena, a unos 120 km de Uruguay. Esa tarde había frio en Casa Pueblo, había frío en la playa, como hay frío en esos meses en el sur de América. Con toda profundidad el poema de «Hola Sol» erizó mi piel. Sentados en la mesa de la esquina, justo cuando el Sol aún era una esfera completa, al unísono del atardecer empezó a sonar un bello poema: Tributo al Sol, de Páez, que inicia así: 

«Hola Sol 

Otra vez sin anunciarte llegas a visitarnos. Otra vez en tu larga caminata desde el comienzo de la vida.

Hola Sol

Con tu panza cargada de oro hirviendo para repartirlo generoso por villas y caseríos, capillas campesinas, valles, bosques, ríos o pueblitos olvidados.

Hola Sol

Nadie ignora que perteneces a todos, pero que prefieres dar tu calor a los más necesitados, los que precisan de tu luz para iluminar sus casitas de chapa, los que reciben de ti la energía para afrontar el trabajo, los que piden a Dios que nunca les faltes, para enriquecer sus plantíos, y lograr sus cosechas…»

Ha pasado casi una década desde aquella visita a Casa Pueblo, visita que quedó profundamente marcada en el ADN mío. Entendí, entonces, al Sol ya no como un planeta sino como un amigo, con quien compartir la sonrisa de la vida y la lágrima de la despedida. Mientras el poema detenía la tarde cotidiana en Casa Pueblo, la casa del Sol en la república oriental del Uruguay, recordaba a mi madre viendo, conmigo, los atardeceres en mi infancia. Mamá intencionalmente me enseñó a apreciar al Sol y sus atardeceres mirando al Oeste desde las faldas del volcán Tecún, ahora el Baúl, en la colonia Roberto Molina, de la bella Xelajú. Cada atardecer de noviembre escuchábamos, mamá y yo, el atardecer y veíamos partir al Sol escuchando aquel hermoso programa en su transistor Sony, sintonizando Radio Xelajú y el programa «Romance a las 18». 

Casa Pueblo representa el desarrollo cultural del Uruguay y debería ser ejemplo para América Latina de cómo construir espacios para el crecimiento emocional, espiritual y cultural de los latinoamericanos. Ciertamente América Latina es rica en culturas, desde antes que llegaran los españoles, como bien lo documentan cientos de trabajos de culturas en América o en Mesoamérica. Recientemente, participé en la presentación del libro: «Mesoamérica: La obsesión con los grandes números» que describe desde una perspectiva de la topografía y la ingeniería, la construcción de los grandes monumentos en América, particularmente Mesoamérica. En ese brillante trabajo de investigación, Alberto Camacho desentraña la riqueza matemática de la forma de construir desde Tenochtitlán hasta Tikal.

Para esas culturas construir monumentos era más que poner ladrillo tras ladrillo, block sobre block. Sus grandes obras eran una representación de los ciclos planetarios que permanentemente observaban curiosamente, de donde nacieron sus calendarios y su vida cotidiana. Lo hermoso de la obra de Camacho es que en su búsqueda encuentra constantes que se repiten en diferentes culturas, no solamente en las culturas de Mesoamérica, sino en la antigua Mesopotamia y otros. Uno debe concluir, por la antigüedad de las obras de nuestros antepasados precolombinos en América Latina, que sus culturas eran aun más precisas para calcular los ciclos de los planetas de sistema solar, más precisos que el mismo Isaac Newton, quien lo hacia utilizando su emergente teoría de la gravitación. En otras palabras, nuestros antepasados en las culturas mesoamericanas construyeron no solamente formas de construir sino formas de entender tan válidas y aun más precisas que las europeas del siglo XVII. 

Para que una cultura emerja, requerimos espacios de trabajo, centros de arte, centros de teatro como el Teatro Miguel Ángel Asturias, que emergen de la libertad del pensamiento del quetzalteco Efraín Recinos, requerimos universidades que no esclavicen el pensamiento, sino que lo liberen, requerimos libros y escritores. Qué sería de las librerías si no hay escritores, novelistas, poetas, analistas, músicos, pintores, todo este grupo de personas, todos, que no solamente transformamos el mundo sino lo reconstruimos culturalmente para reconstruirnos nosotros dentro de nuestras culturas, no para quedar encerrados, no para construir dicotomías falsas de epistemologías idealistas europeas que no nos permiten avanzar, no, para eso no. 

Requerimos espacios culturales para ser libres en todo, libres de nuestro dolor hecho de vida, libres de nuestros dogmas debido al miedo de la duda, libres como Carlos Páez Vilaró, como Efraín Recinos, como Otto René Castillo, que tuvo que pagar con su vida la libertad de hablar, libres como los artistas de ayer, como Carlos Mérida, el pintor quetzalteco que nos pintó el México, de hoy, como Carlo Marco Castillo, el quetzalteco que pinta el mundo, como Humberto Ak’cabal, el poeta que le puso verbos a los pájaros y como Jesús Castillo, que le puso ritmos al mundo.

Casa Pueblo, en Uruguay, es parte del enorme legado cultural que tiene nuestra América, es como dice el poeta musical Nino Bravo: 

«América,

es América,

todo un inmenso jardín,

eso es América, cuando Dios hizo el Edén

pensó en América…»

Fernando Cajas

Fernando Cajas, profesor de ingeniería del Centro Universitario de Occidente, tiene una ingeniería de la USAC, una maestría en Matemática e la Universidad de Panamá y un Doctorado en Didáctica de la Ciencia de LA Universidad Estatal de Michigan.

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