El amor se ha convertido en una mercancía, como todo lo que toca la industria capitalista perversa que nos hace vivir en un mundo que no existe. Me refiero al amor erótico, al amor-eros, no al amor ágape, entendido el primero, amor-eros, como el amor de pareja y amor ágape como amistad. Ciertamente la primera confusión del enamoramiento tiene que ver con la reproducción sexual, una confusión intensa para los adolescentes, pero permanente en la edad adulta. Parece que siempre esperamos al príncipe azul, a nuestra media naranja. Confundimos el sexo con amor. En un mundo dominado por las películas e historias de Hollywood, hemos querido copiar esas relaciones irracionales, incapaces de ser sostenidas en el tiempo. Los enamorados andan como dice el dicho chapín: «colgados, como chorizo en tienda».
Este amor romántico, el amor de mi media naranja, ha sido la imposición de una visión idealista del mundo permeada por valores cristianos superados en muchos países. Cada vez hay más personas que tienen más que una pareja amorosa a lo largo de su vida, esto es, que tienen más de un matrimonio o conviven en diferentes tiempos con otras parejas, hacen otras familias. Lo de «hasta que la muerte nos separe» no duró mucho a partir de los grandes cambios de mediados del Siglo pasado: invención de la píldora, participación de las mujeres en la vida laboral, liberación femenina, entre otros.
Durante las últimas tres generaciones hemos tenido intensos cambios sobre nuestra concepción de amor y la forma en que buscamos, encontramos y permanecemos en vida marital o en pareja emocional. Mis abuelos, que nacieron a finales del Siglo XIX, 1890, se casaron en la iglesia católica, por lo religioso y por lo civil. Su objetivo, y su logro, era permanecer en esa relación sacra para siempre. Lo mismo mis padres, quienes se casaron en la década de 1950, por lo civil y por la iglesia católica, permanecieron juntos hasta que la muerte los separó. Nosotros, los que nacimos entre 1960 a 1990 en general ya no permanecimos para siempre en nuestro matrimonio, aunque sí nos casamos. Muchos contemporáneos de esa época nos divorciamos e iniciamos otras familias en relaciones más flexibles ya no permeadas por la religión.
Antes, en el Siglo XIX, los padres escogían pareja matrimonial. Luego, en el Siglo XX, los padres tenían que dar su visto bueno, de hecho; el novio se hacía acompañar de su padre o de un familiar cercano para «pedir la mano» de la amada. No había boda si los padres no daban su consentimiento, aunque siempre existieron ovejas negras que desobedecieron dicha norma, pero no era común. En el Siglo XXI los padres ni se enteran a veces de que sus hijos se fueron a vivir con no sé quién.
Vivimos entonces en épocas de libertad amorosa. Ya el amor se ha liberado, aparentemente, de esa visión misteriosa y religiosa en algunas partes del mundo. En esos lugares ha roto sus cadenas rígidas que hacían que las personas permanecieran unidas toda la vida cuidando de sus hijos. En Guatemala ese proceso también se da a pesar de su realidad religiosa. Esto ha transformado el amor y sus consecuencias aquí y allende donde mis hijas viven, una en Guatemala luego de años en Europa y otras en Estados Unidos. Aparentemente mis hijas son «libres» para escoger pareja y vivir con él o con ella, no esperan ninguna autorización paterna ni materna, pero esa libertad es falsa porque aún no salimos del idealismo que nos ha marcado con una visión y práctica del amor romántico.
A pesar de que las nuevas tecnologías interfieren profundamente en nuestras vidas privadas, amorosas y sexuales, a pesar de que las sociedades cada vez son más seculares, esto es, menos religiosas y de que tenemos acceso a información científica y tecnológica para tomar decisiones, el amor sigue en el ámbito de lo mágico. Aún no somos capaces de ser libres. Creemos que el amor es pertenencia. No distinguimos la atracción genética, sexual, que se da los primeros dos años de la relación y confundimos sexo con amor. Cierto, sé que muchos de ustedes no confunden esto, pero en general muchos de la sociedad moderna lo confundimos.
Así que andamos por el mundo moderno buscando una pareja romántica cuando ya la sociedad no da condiciones de enamoramiento. El camino que nos queda es trasladar el amor de la esfera de lo mágico a la esfera de lo racional. Hay que entender que el primer encuentro de pareja no viene mediado por la razón sino por los genes, por un mecanismo evolutivo de querernos reproducir. Al superar esa función ampliamente conocida de nuestro cerebro, función que Iñaki Piñuel ha llamado «la mentira romántica», esto es la falsa creencia del «alma gemela», del «príncipe azul», de la «media naranja», visiones mágicas y falsas del amor romántico, entonces podemos tocar las puertas del amor racional, el verdadero amor.