Fernando Mollinedo C.
El coronavirus ha sido un flagelo silencioso que le pegó a las personas de todos los niveles económicos, sociales, educativos y religiosos. Por si algo le faltara a la vida de los trabajadores de todos los sectores productivos del país, además de los bajos salarios, fue el terrible impacto en su salud que derivó en la pérdida de vidas de quienes lo contrajeron, muchos murieron y estas pérdidas incluyen a quienes estaban desarrollando actividades productivas.
Muchos acudieron a los hospitales y clínicas del IGSS, hospitales y dispensarios nacionales, aparte que se construyeron algunos centros sanitarios a los que no puede llamárseles hospitales por la improvisación de infraestructura, equipo médico e insumos para tratar dicha enfermedad.
Quienes sobrevivieron viven ahora con secuelas físicas; perdieron sus empleos, sobre todo en pequeñas y medianas empresas donde se calcula extraoficialmente que cerraron sus puertas por lo menos unos seiscientos mil negocios en todo el país que daban empleo a cientos de miles de trabajadores, lo cual originó una nueva ola de pobreza y delincuencia.
Desde marzo de 2020 arreció la pandemia, la cual fue calificada por las autoridades como: “una gripona”, además encontraron una pronta respuesta demagógica al indicar que, recibieron el Sistema de Salud en condiciones ruinosas, tal y como lo dejaron los gobiernos anteriores. Esa fue la “solución mediática” a un problema de salud que dejó una estela de muerte y pobreza en las áreas rural y urbana.
Transcurrió el tiempo y se hizo pública la falta de pago al personal sanitario de los hospitales provisionales, inexistencia de medicamentos, insumos y material quirúrgico para la debida atención a los pacientes en medio de una verborrea del Doctor Muerte quien al final dijo lapidariamente: “que cada quien mire como se protege, no es responsabilidad del gobierno”.
Se supo públicamente de los negocios relacionados con las mascarillas y guantes quirúrgicos y no se dio explicación alguna respecto a las donaciones recibidas ni de la máquina para elaborar mascarillas donada por España.
La muerte del coronavirus no clasificó a sus víctimas ni a quien se llevaba y hasta hoy no se sabe si Doña Chonita sobrevivió o aún vive para contarlo; no se conoce la verdadera cantidad de fallecidos, no se conoce la ubicación de los 14 hospitales prometidos a inicios de año 2020 los cuales serían construidos con la cantidad millonaria de préstamos autorizada por el Congreso para ese efecto.
El gobierno siguió gobernando sobre muertos, negando, ocultando y maquillando información hasta que llegaron las vacunas; las que también politizadas, en un afán de mantener en secreto el coste económico y condiciones del contrato; sólo Dios y los responsables de pagarlas sabrán qué, cómo y dónde se realizaron dichas transacciones.
Ante el pánico de acudir a los hospitales nacionales por el peligro de contagio de cualquiera otra enfermedad, la población sigue curándose como puede, con efectivos remedios caseros ancestrales, lo cual es una manifiesta consecuencia de la falta de credibilidad y confianza en las autoridades.