Edmundo Enrique Vásquez Paz

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Frecuentemente, me encuentro atrapado en el tráfico buscando en la radio un poco de variedad. Repaso el dial y me topo con no mucha oferta. Lamento la pobreza.

Algunas emisoras repasan noticias internacionales con marcada cadencia y consecuente sesgo -connotado éste por los adjetivos (pensados para ser entendidos como positivos o como negativos, por ejemplo en el caso de grupos llamados “terroristas”, hoy, y “rebeldes”, mañana) que les aplican a los diversos países, regiones, dirigentes, movimientos, etc.; algo que parece satisfacer o conformar a tal grado a los que los divulgan que, en sus mensajes, ya no desperdician energía presentando argumentos y explicaciones coherentes; explicaciones encaminadas a aclarar y convencer a los que son un poco más exigentes).

De lo anterior, se puede colegir que se trata de un modo de comunicación noticiosa para consumidores pasivos e indulgentes con cualquier aberración… o, simplemente, incapaces de notarlas.

Entre la escasa oferta que vislumbro me encuentro, por ejemplo, con comentaristas de fútbol que, sabihondos, comentan trivialidades -para mí- y me pregunto cuán amplio será su auditorio. Me cuestiono, buscando respuesta a qué pensarán esos oyentes que pareciera que necesitan de estar al tanto de lo que ocurre en ligas ajenas, plagadas de meniscos remotos -pero, ¡ay!, lesionables-, con árbitros impartiendo justicia en estadios repletos de aficionados celebrando en idiomas de los más diversos orígenes, con entrenadores afirmando que “en el fútbol, la pelota es redonda -¡vaya novedad!- y que de esta circunstancia deriva la imposibilidad de pronosticar a futuro (¿?)” … y auditorios cautivados por tanta sabiduría.

Las hay radioemisiones en las que los locutores se regalan con bromas de dudosa calidad que celebran con carcajadas entre pieza musical y pieza musical; otras, en las cuales se relatan pormenores casi secretos de enfermedades relativamente comunes, pero que pueden derivar en espantosas tragedias, aunque sea con ínfimas probabilidades de que realmente ocurran.

En donde frecuentemente detengo el dial es cuando me encuentro con programas radiales de opinión en la modalidad de ser abiertos al público y sobre temas de política nacional, geopolítica o relaciones internacionales. Me interesa la temática, debo confesarlo. Entonces, me detengo a escucharlos un rato. Poco tiempo, sí, pero suficiente para darme cuenta de los asuntos que bordan y entretenerme corroborando mi acierto al haber distinguido -desde hace mucho- el estilo predominante entre la mayoría de las personas que marcan el teléfono y sueltan sus ideas; la lógica con la que confunden causas con efectos, responsables directos con indirectos, afectados con afectantes, ideologías con mitologías; y la manera en que terminan dejando en la mano de Dios el encuentro de las soluciones o en las del Demonio (o Satán) el castigo a los que consideran culpables…

Ante todo el escenario, nunca dejo de pensar en cómo, en muchos países del primer mundo (concepto que ya no parece decir mucho…) la radio ha sido y sigue siendo -hasta en esta actualidad, en la cual ha ido subsistiendo con éxito ante muchas amenazas tecnológicas que podrían haberse entendido como su mortal competencia- un medio principal para la difusión del conocimiento y de la cultura (en los más diversos temas: artes plásticas, filosofía, música, salud, etc.); y cómo, nosotros, la seguimos desperdiciando; dejando que continúe su desarrollo en el marco de lo que aquí se quiere entender por la “libertad de expresión” -diferente a lo que es la libertad de imprenta-, por la “libertad de industria” y por la “libertad de comercio” y al margen de cualquier consideración orientada a cómo sacarle mejor provecho para contribuir a salir de la ignorancia. (Quizá nos esté sucediendo como nos pasó con el ferrocarril, que lo inauguramos en buen momento (¡y hasta eléctrico!, unos años después) y no lo supimos aprovechar para nuestro desarrollo; así como sí lo supieron hacer tantas otras naciones -los Estados Unidos de América del Norte, Europa en su conjunto, la Argentina, por ejemplo).

Lo que me ha llamado la atención hasta la fecha es cómo, en nuestro país, en esos programas radiales de opinión abierta al público, sus conductores no se preocupan en saber intervenir, ni en lo más mínimo, para comentar, de manera orientadora y didáctica, cuando los participantes intervienen ofreciendo manifiestas y evidentes torpezas. Probablemente, aunque no lo sé con certeza, los conductores manejan para sí “razones tan sin razón” como creer que actuar de esa manera (preguntando, buscando explicaciones coherentes a las ideas recibidas y orientando) y, consecuentemente, como auténticos maestros de una escuela elegante y respetuosa que siempre debe existir, sería atentar contra la sagrada libertad de expresión, erguirse como detestables sensores o convertirse en instrumentos de alguna despótica tiranía…

Pese a, necesariamente, tener consciencia de lo anterior, por alguna extraña razón no se dan cuenta de que, al facilitar y hasta propiciar la divulgación de auténtica y llana ignorancia (por ejemplo, al mencionar una determinada ley completamente fuera de contexto o con interpretaciones personales claramente primitivas), al estar convirtiendo en “de salón” la incapacidad de pensar de forma lógica (al confundir causas con efectos, por ejemplo), al facilitar que se esgriman torpezas como grandes y reconocidas verdades (al atribuir, sin ninguna consideración, ideologías o credos inexistentes a unos o a otros) y, todo ello, enfrente de sus narices, más bien se está causando un mal social y nada en pro de la civilización y de la tan necesaria cultura.

También, en mi subconsciente, suele transitar la idea de que -¡podría ser ésta idea un atrevimiento, no lo sé!- en la actualidad, nos encontramos en una situación de carencia de periodistas competentes como formadores de opinión, porque nos hemos olvidado de formarlos; periodistas, formadores de opinión con la suficiente altura como para saber conducir programas de ese tipo no solo satisfaciendo estándares técnicos si no buscando el logro de objetivos de formación (¡no de “deformación”!) ciudadana. Formación ciudadana sin más tinte ideológico del que la idea de la democracia debe prevalecer como un ideal a perfeccionar y siempre pretender alcanzar.

No soy yo el que deba juzgar esa situación que insinúo anteriormente. Habría que investigar si en el país existen instituciones conscientes de que la formación de los periodistas es clave para el desarrollo nacional. Yo, no lo sé.

Sin entrar en mayores detalles y pensando que “al buen entendedor, pocas palabras le bastan [para entender]”, mencionaré a continuación dos importantes pensamientos. El uno, del gran filósofo español José Ortega y Gasset (1883 -1955), que alude a la necesidad de que el ciudadano tenga un mínimo grado de cultura general para contribuir, así, al alcance de la ansiada pacífica convivencia social. El otro, del célebre pensador italiano, Umberto Eco (1932 – 2016), reconocido por su agudeza y sagacidad mental, que se refiere a lo que está dando lugar la nueva tecnología de la comunicación social.

Dice Don José Ortega y Gasset refiriéndose a la necesidad de que los centros educativos formen de manera efectiva, cultivando lo que él denomina “el hombre de nuestro tiempo”, destinado a contribuir en el establecimiento del auténtico bien y del progreso de las naciones y de la civilización en la que él pensaba puesto que, de no lograrse esto, “las ideas y los actos políticos [del ciudadano inculto, nacional o del mundo] serán ineptos; […] llevarán a su vida familiar un ambiente inactual, maniático y mísero […] y en la tertulia del café emanará pensamientos monstruosos y una torrencial chabacanería” (Ortega y Gasset, Revista de Occidente, Tercera Edición, 1953).

Umberto Eco punta y, con ello, cierra el círculo lógico del pensamiento que deseo transmitir con ese texto: “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a las legiones de idiotas que antes hablaban solo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Entonces, eran rápidamente silenciados, pero ahora tienen el mismo derecho a hablar que un Premio Nobel. Es la invasión de los imbéciles”. (Se encuentra en Google, bajo: “10 frases para recordar la mordaz lucidez de Umberto Eco”, Redacción BBC Mundo, del 20 de febrero 2016).

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