En marzo de este año (2024) publiqué en este medio dos artículos (“Legitimidad, legalidad y PODER”, y “Legitimidad, legalidad, EQUIDAD y PODER”) que en esta ocasión presento en una versión unificada. Lo hago porque en ellos se recogen varias importantes ideas del profesor José Luis Villar Ezcurra sobre un problema que tenemos en Guatemala y no hemos sabido resolver. Un problema que aparece con frecuencia en los estados democráticos y cuya resolución demanda capacidad meta jurídica; capacidad de la cual pareciéramos carecer.

Menciono capacidad “meta jurídica”, porque es el tipo de capacidad requerida para abordar la problemática desde la adecuada ubicación. Se trata de una problemática que requiere la consideración de múltiples aspectos; aspectos que se encuentran mucho más allá del conocimiento puro y llano limitado a lo legal y lo relacionado con la legislación vigente. Es una tarea que hay que resolver en el caldero en el que se cuecen las normas de alta trascendencia; en donde se forja la legalidad más fundamental para el logro del funcionamiento del Estado.

Me resulta lógico pensar que, en esos crisoles de la norma -entendida ella como la cristalización de los más importantes procesos sociales que la anteceden y que constituye la sustancia del desenvolvimiento de las sociedades (cambios en los métodos de producción y en los equilibrios de poder entre los diferentes grupos y estratos, principalmente, pero sin olvidar el tan importante factor de los cambios de valores que se van dando)- la participación de los abogados (con su opinión y como jueces) solamente debe entenderse como una contribución más.

La participación de los políticos es clave –verdaderos políticos, no politicastros- y la de estadistas, también; personas con visión de la totalidad (buen conocimiento sobre la cosa –por ejemplo, el conflicto en concreto del cual se trate-, consciencia real sobre la gravedad de las circunstancias en las cuales se está manifestando el conflicto y capacidad para asumir un papel de componedor a partir de un auténtico compromiso con la historia del país, con su futuro, y no solamente en función de intereses sectarios. ¡Guardianes de la justicia!, y no de intereses creados, es lo que se necesita.

Un sabio adagio dice que reconocer la naturaleza de un determinado problema es el más importante avance en la búsqueda de su solución. Y la experiencia señala que, al haber logrado describir y caracterizar adecuadamente el problema, se ha realizado ya la mitad del esfuerzo necesario para resolverlo.

Acercándonos al conflicto concreto que nos interesa, se debe apuntar que Guatemala no es un caso de excepción (lo que puede ser excepcional es la magnitud y la trascendencia de su conflicto). No es tan extraño encontrar en la vida real de las naciones situaciones en las que está en discusión si el ejercicio del poder público se debe conceder fundándose en su legitimidad o en la legalidad establecida o vigente. Hasta en los deportes van cambiando o evolucionando las reglas de los juegos o para el ejercicio de las diferentes disciplinas; frecuentemente derivado de cambios tecnológicos o de intereses o preferencias del público (inclusión de nuevas competencias en las olimpíadas, por ejemplo) y dentro del marco establecido para poder evolucionar las normas.

En relación a lo anterior, no hay que olvidar el caso de la aplicación del derecho anglosajón, que evoluciona a partir de las sentencias que se van dictando a partir de la sana crítica de los jueces y van, así, sentando jurisprudencia. Una práctica que aproxima a la idea que estamos aquí presentando.

Lo anterior se vuelve más comprensible si se entiende que los regímenes jurídicos (“la legalidad”) no son más que la expresión formal que fundamenta la actuación de los poderes dominantes (reconocidos o investidos como tales, por ejemplo, por la vía del voto democrático).

El caso de Guatemala en la actualidad se puede adscribir a esa categoría de situaciones de “legalidad en evolución” en tanto que aquí se contraponen dos racionalidades para dilucidar si el ejercicio de un poder público que goza de legitimidad se debe someter o no a un régimen de legalidad formal que persigue inhibir su actuación. 

Con el ánimo de aportar algunos elementos para facilitar la mejor comprensión del espacio en el cual se desarrolla la controversia, así como el ámbito de las razones que deben ayudar al encuentro de soluciones racionales que concilien la perspectiva política y la lógica jurídica, transcribo a continuación algunas de las ideas contenidas en el ensayo de José Luis Villar Ezcurra denominado “Legalidad y legitimidad jurídica: la equidad como punto de encuentro” (24 enero 2020/ en Blog); ensayo que debería ser ampliamente consultado.

Villar Ezcurra apunta al final de su ensayo que, con él, “espera haber dejado material suficiente para pensar y/o discrepar”. También es mi intención. Procedo a transcribir algunas ideas seleccionadas:

“[…] conviene aclarar conceptos antes de comenzar. Para ello, he escogido, como punto de partida el par de expresiones legalidad y legitimidad”.

“[…] la legalidad […] significa el ajuste o sometimiento de una determinada conducta a lo que prescriben las normas, sea cual sea el rango de éstas […]”.

“[…] Para la política, [la legitimidad] se relaciona con la capacidad de un poder [o instancia] para obtener obediencia de la sociedad sin recurrir a la coacción como amenaza de la fuerza, pudiendo decir, entonces, que un Estado es legítimo si los miembros de la comunidad aceptan la autoridad vigente”.

“[…] la distinción entre “legalidad” y “legitimidad” resulta ser […] una diferencia esencial en cualquier Estado democrático de Derecho. La legalidad pertenece al orden del derecho positivo y sus normas contienen siempre fuerza de ley (es decir generan obligación jurídica). La legitimidad forma parte del orden de la política y de la ética pública (fundamentación de las normas y de las decisiones)”.

“[…] El principio jurídico de legalidad presupone que los órganos que ejercen un poder público actúan dentro del ámbito de las leyes. Este principio tolera el ejercicio discrecional del poder, pero excluye el ejercicio arbitrario y aquí es donde entra en juego la legitimidad. La ley nos protege de los caprichos del poder porque es impersonal, pero por eso mismo distante de la realidad social existente en cada momento […]”

 “[…] Mientras que la legalidad genera obligación, la legitimidad genera responsabilidad (política o ética) y reconocimiento”: […] la legalidad tiene una racionalidad normativa acotada y la legitimidad tiene una lógica deliberativa abierta al remitir a conceptos más difusos (como puede ser la ética)”.

Ya en el plano de una propuesta de solución –aunque abstracta-, Villar Ezcurra aproxima su reflexión al trascendental momento de darle su justo valor a lo moral y lo ético en el espacio que tienen los juzgadores. El espacio dado para la aplicación de la “SANA CRÍTICA” al momento de emitir sus juicios. Villar Ezcurra no incursiona en lo que corresponde a los políticos, propiamente; con seguridad porque asume capacidad de pensamiento y de razonamiento político –en el mejor de los sentidos- de parte de los juzgadores. Sobre todo, de parte de aquellos que se desempeñan en las más altas cortes (caso de la Corte Suprema de Justicia y de la Corte de Constitucionalidad, en Guatemala).

Villar Escurra razona:

“[…] a partir de aquí, dejo ya la legalidad y la legitimidad como presupuestos para justificar o criticar al poder público, y paso a lo que constituye el núcleo de este artículo que no es sino la justicia en el caso concreto, con lo cual pretendo aludir a la decisión de dar a cada uno lo que le corresponde”. 

“[…] se dice, subjetivamente, que una norma es justa (legítima), si la población considera mayoritariamente que se atiene a los objetivos colectivos de esa misma sociedad. Y es injusta (ilegítima) si ocurre lo contrario, con independencia de si se considera válida o no. Objetivamente una norma es justa cuando es precisa y equitativa, pero, ojo, objetivamente, no son los ciudadanos los que determinan lo que es justo o injusto; simplemente lo descubren cuando así se lo pone de manifiesto un operador jurídico”.

Es la EQUIDAD […] lo que permite hacer coincidir o acomodar los conceptos de legalidad y legitimidad en la aplicación de las normas al caso concreto por parte de los operadores jurídicos institucionales (muy especialmente, de los jueces)”.

“La EQUIDAD conduce […] a una forma justa de la aplicación del Derecho, porque la norma se adapta a una situación en la que está sujeta a los criterios de igualdad y justicia. La equidad no sólo interpreta la ley, sino que impide que la aplicación de la ley pueda, en algunos casos, perjudicar a algunas personas, ya que cualquier interpretación de la justicia debe direccionarse hacia lo justo, en la medida de lo posible, y complementa la ley llenando los vacíos encontrados en ella”.

“Es por ello que el uso de la EQUIDAD debe ser aplicado de acuerdo con el contenido literal de la norma, teniendo en cuenta la moral social vigente, el sistema político del Estado y los principios generales del Derecho. LA EQUIDAD, EN DEFINITIVA, COMPLETA LO QUE LA NORMA NO ALCANZA, haciendo que la aplicación de las leyes no se haga demasiado rígida, porque podría perjudicar a algunos casos específicos a los que la ley no llega. LA EQUIDAD ES EL CONTRAPUNTO NECESARIO AL RIGOR DE LA NORMA (prevista para una generalidad de casos) haciendo patente la máxima “summum ius suma iniuiria”,

“El aforismo “summum ius summa iniuria” se puede traducir por “sumo derecho, suma injusticia“, “a mayor justicia, mayor daño” o “suma justicia, suma injusticia“, en el sentido de que la aplicación de la ley al pie de la letra a veces puede convertirse en la mayor forma de injusticia […]”.

“La EQUIDAD, no es, propiamente, fuente de Derecho, pero deviene en instrumento para hacer incidir en el Derecho positivo los criterios informadores de los principios generales. Por tanto, siendo la equidad una de las expresiones del ideal de justicia informador del ordenamiento, y siendo ésta un ingrediente necesario del Derecho positivo, la equidad viene a formar parte de él. Por eso, cuando se contrapone solución de Derecho frente a solución de equidad, no debe entenderse que la misma supone un escapismo, sino el recurso a otras normas que se aplican, asimismo, equitativamente, aunque no estén formuladas legalmente”.

“¿Es acaso equitativo imponer una sanción por estacionar en zona prohibida o por exceso de velocidad a un vehículo privado que trasporta a una mujer a punto de dar a luz? Evidentemente, no, por mucho que las Ordenanzas correspondientes no contemplen tal situación, pero será el juez que tenga que decidir acerca de semejante supuesto quien tenga que aplicar la “equidad”, bajo la forma de principio general del Derecho (que sí es fuente de Derecho), lo cual le permitirá eludir el mero tenor literal de la norma por mucho que ésta sea clara”.

[…] la EQUIDAD viene a ser algo así como la conjunción de la legitimidad y la legalidad en la solución al caso concreto, de tal forma que permite llegar a una solución, acorde con el sistema jurídico (a través del principio general en el que se apoye) que, además, resulte justa para ese caso concreto. Eso, y no otra cosa, es lo que se espera de nuestros jueces que, muchas veces permanecen anclados en la estricta legalidad -lo que dice la norma- sin parar en mientes de que las normas no agotan todo nuestro sistema jurídico (especialmente, cuando se tiene que dar una solución justa a un asunto concreto)”.

En el caso de nuestro país, la gran pregunta es: ¿Están dadas, actualmente, las condiciones para esperar que la instancia jurisdiccional (CC, CSJ) que corresponda tenga la estatura necesaria para ejercer “sano juicio” y aportar equidad en el caso de la actual “controversia”? Una controversia suscitada alrededor de la cuestión de si el Presidente tiene la potestad para remover una casta que, coyunturalmente, ejerce un poder sostenido con el razonamiento de la legalidad (y que se mantiene oculto y solo se manifiesta a través del Ministerio Público) y permitir, así, que prevalezca el poder que se funda en la razón de la legitimidad?

Post scriptum: Un ciudadano de a pie, bien podría imaginar que es la Corte de Constitucionalidad la institución contemplada en la Constitución Política de la República para efectos de intervenir en casos de esta trascendencia. Y, tal vez, también podría ese mismo ciudadano preguntarse: ¿tendrá el conjunto de letrados que hoy integran esa alta corte, la estatura necesaria para actuar en correspondencia? Y, adicionalmente, ¿cómo es que hemos caído en la trampa de creer que la solución de un problema de esta índole -que no es estrictamente legal si no que de naturaleza política- debe estar en las manos y en el razonamiento de personas que, lo que mayormente estudiaron, ha sido derecho, se han dedicado a ejercer notariado y pelear causas en los tribunales, pero que no necesariamente saben de Estado?

Pienso que es necesario que cunda consciencia, ya, de que estamos ante un asunto de “nivel metajurídico” en el cual los abogados juegan un papel igual de importante que el de cualquier otra profesión y de que, lo que demanda la actual coyuntura es del pensamiento de estadistas. Hasta que esto no se dé, estaremos perdiendo el tiempo.

Edmundo Enrique Vásquez Paz

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