Edmundo Enrique Vásquez Paz

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Al abordar un tema como éste, en un país tan rudimentariamente formado en el entendimiento de lo que es la política, en términos generales, y la necesidad de que todos los ciudadanos ejerzan lo que naturalmente son: zoones polikones, es necesario hacer una aclaración inicial que nunca estará de más: la Formación política general de la ciudadanía no debe entenderse como un instrumento orientado a la “ideologización” de los ciudadanos. Puede llegar a serlo en regímenes totalitarios, pero éste no es el sentido de lo que aquí estamos tratando.

Con la “Formación política ciudadana y general”, lo que se pretende, básicamente, es que el ciudadano actúe como tal, ejerciendo su función y su derecho de incidir de manera consciente en la construcción de su futuro (por ejemplo, determinando que las leyes que promulgue el Congreso sean para su beneficio y sabiendo incidir en la selección de los partidos políticos que lo deben gobernar).

El “Soberano” como el nuevo Dueño

Hasta el siglo XVIII, en Europa predominaba el modelo político de las monarquías absolutas que se caracterizaba, básicamente, por el hecho de que el poder político era ejercido por monarcas que concentraban en sí mismos todos los poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) y tomaban las decisiones a su sabor y antojo. Eran los Dueños de la cosa pública, por así decirlo. Este modelo fue abolido y se substituyó por el denominado sistema democrático-republicano en el cual cambió el Dueño y cambió la estructura del aparato para administrar el poder público.

La República como el modelo de aparato diseñado para perseguir el ideal de estados funcionando sin que existan abusos y arbitrariedades (tres poderes independientes entre sí) ajenas al nuevo Dueño, constituido por el conjunto de la ciudadanía nacional, dotada de derechos y obligaciones consignadas en sus correspondientes constituciones.

La Democracia, como el modelo concebido para dotar de poder al nuevo Dueño del poder ejercer dominio sobre lo propio; un sistema pensado para que sea el Soberano el que tome las grandes decisiones de estado. Algo que plantea como alcanzable vía la celebración de elecciones, respetando un nuevo principio; principio que ha sido reconocido como el de mayor validez y el más razonable: es la voz o la voluntad de las mayorías la que manda. 

En el sentido de lo anterior, es necesario recordar una cuestión principal. Si creemos en el sistema democrático-republicano, debemos saber apropiárnoslo en nuestro beneficio. Sin Dueño activo y listo, las repúblicas democráticas no funcionan. La ciudadanía debe aprender a usarlo en provecho propio. Lo que implica: debe ser formada para ello.

Resulta entonces claro que las democracias republicanas, solamente pueden funcionar si tienen un Dueño que se entiende como tal y sabe guardar sus intereses. (Similar a como lo era antes, con el caso de los monarcas: si deseaban ellos conservar sus privilegios, debían velar por mantenerlos jugando al tenor de las costumbres y las leyes prevalecientes en sus reinos y haciendo valer, permanentemente, el poder que tenían a su disposición).

El nuevo Dueño debe aprender a asumir su papel como tal y a conocer cómo es que debe hacerlo. Esto último se refiere, básicamente, a conocer la estructura de sus correspondientes Estados (la “república”), a conocer la manera en que se toman las decisiones en sus diferentes instancias y a saberse hacer presente en ellas para garantizar que su voz se transforme en las decisiones que se necesitan (algo que se logra, por ejemplo, sabiendo votar por los candidatos a diputados que mejor los representan).

La Democracia y el Principio de las mayorías

Es de la mayor importancia reconocer el significado y el valor del distintivo o “principio básico” de los “sistemas democráticos”, consistente en que las decisiones que afectan al conjunto social se toman a partir del principio de la preeminencia de la voluntad de la mayoría. Consiste este principio en que, a las mayorías, por ser tales, se les ha dotado de un “poder” que anteriormente no tenían. Un poder que, en época de las monarquías absolutas, no existía y que se instauró apenas a partir de las ideas que inspiraron la Revolución Francesa (1789) como substituto del repudiado poder tradicional; el poder dado por la fuerza bruta o entendido como otorgado por una divinidad.

Ese “principio de las mayorías” es importante para efecto de que las democracias funcionen para el bien de las sociedades que las han adoptado como su modo para tomar las decisiones que son de interés general, pero resulta evidente que no es suficiente. No basta con que el “número” de votos por una determinada causa o tendencia sea el mayoritario. Si de lo que se trata es de evolucionar hacia lo positivo el funcionamiento y el desarrollo de un determinado país, también juega un importante papel “la calidad” de las decisiones que se tomen como producto de ese ejercicio de ir a las urnas y votar.

Esa doble situación que se desea alcanzar (cantidad de votos y calidad de los mismos) solo puede esperarse que se dé cuando los ciudadanos que participan en la toma de las decisiones son suficientes (no solo unos pocos, aunque formen mayoría relativa) y, al mismo tiempo, son ciudadanos bien informados, conocedores de sus responsabilidades y conscientes de la trascendencia de las decisiones que están contribuyendo a tomar y cuando la nación cuenta con ciudadanos competentes para asumir diferentes papeles en el funcionamiento del Estado; algo que solamente se puede alcanzar cuando los ciudadanos están bien formados.

Los grandes actores en los Sistemas democráticos republicanos

Para tener una mejor apreciación del efecto que debe o debería jugar la “Formación Política” para que las “democracias republicanas” (como el caso de Guatemala) funcionen adecuadamente e, incluso, se vayan perfeccionando, se requiere de la participación de, al menos, tres grandes actores a nivel nacional, a saber: partidos políticos, políticos y ciudadanía activa y efectiva. El buen funcionamiento de una República democrática no es algo que sucede como milagro y que es gratuito; requiere de un gran esfuerzo; un esfuerzo que es necesario realizar en múltiples espaciosdesde múltiples perspectivas y al mismo tiempo. Un esfuerzo a largo plazo que se debe orientar a mejorar las condiciones y el potencial de los actores mencionados (partidos, políticos y ciudadanía) para garantizar que “coaccionen” en beneficio de la sociedad en su conjunto.

Si pensamos en el caso particular de Guatemala, es fácil entender que se trata de un país con grandes deficiencias en los tres órdenes o factores básicos necesarios para que funcione una República democrática: su ciudadanía es, mayoritariamente, poco consciente del papel que debe jugar y no está organizada para expresar con facilidad y con claridad cuáles son sus auténticas necesidades; sus partidos políticos prácticamente no existen como tales -son “clubes electoreros” decía un crítico muy respetable-; y cuenta con muy escasos conocedores y practicantes de altura del oficio de político, oficiantes con suficiente formación como para poder esperar de ellos que ejerzan adecuadamente ese delicado arte. Y esto, todo, en un contexto o ambiente general que más bien contribuye a reafirmar o perfeccionar las deficiencias que tenemos y que está dado, cuanto mínimo, por la existencia de instituciones y actores adicionales que en nada ayudan, tales como: un sistema educativo básico que no le pone interés a la formación de ciudadanos conscientes y activos; una prensa que ignora el papel que debería jugar en el tema de la formación cívica; una institucionalidad de capacitación de profesionales (entre las cuales se encuentran las universidades) que no le pone empeño a la formación ética y moral de sus educandos sabiéndose que, de entre ellos es que emergerán muchos de los futuros líderes de los ámbitos público y privado del país.

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