Edmundo Enrique Vásquez Paz

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Edmundo Enrique Vásquez Paz

Un asunto interesante de tratar ahora, cuando los partidos políticos están a punto de desbordar (destaparse) con actividades destinadas a llamar la atención, cautivar a un público de idiotas esperanzados en gozar de algún entretenimiento y elucubrar –cual auténticos conocedores de la cosa– sobre lo que resulta más conveniente para el país, es el de las figuras que saldrán a la palestra sirviendo de estandarte para las múltiples alternativas electorales.

Viene al caso detenerse un momento ante el fenómeno del destape porque no deja de llenar de desconcierto la manera en la cual la ciudadanía (la masa votante), se deja desconcertar.

No es necesario afirmar categóricamente que en el pasado el oficio de la política era tomado mucho más en serio que en la actualidad y que eran muchos menos aquellos que se colaban desvergonzadamente ante la nación sugiriendo que eran oficiantes serios (aún sin serlo), para ensayar algunos pensamientos nostálgicos.

Antaño –nos cuentan–, muchas personas permitían que otras se refirieran a ellos como “políticos” y gozaban del calificativo. Otros, carentes de padrinos que los condujeran por los vericuetos de la sociedad nombrándolos de esa manera, se encargaban, ellos mismos, de difundirlo velada o abiertamente –según el caso–. Estas personas, frecuentemente confundían el concepto de “ser diplomático” –entendido como aquél que tiene el don de expresarse bien y posee la innata habilidad de mentir con impunidad y elegancia– con el de “ser político”. Esto último, quizá rememorando las amables palabras de una abuelita que le pudo haber dicho al nieto que este tenía las habilidades innatas para llegar a ser Presidente y supo guardar para siempre en el de su inconsciente.

En la actualidad, los tiempos han cambiado y la percepción del valor del calificativo de político también es diferente a como lo fue. No puede dejar de comentarse que, para muchos, el sentirse político sigue siendo un como sentirse facultado para liderar el curso de muchas iniciativas y marcar el futuro de muchos incautos. Creencia que sigue acompañando a muchos que se sienten fuera de serie cuando los nombran en algún cargo que consideran político (¿) o cuando integran algún equipo al que se la comisiona para que elabore una política pública…

Es cierto que algunos se conducen por la vida alumbrados por esa confianza que tienen en sí mismos y actúan de buena fe (aunque ignorando que, en rigor, no tienen la suficiente estatura y más bien “la riegan” con sus ocurrencias y actitudes). Pero no se deben olvidar todos aquellos que han apostado por el oficio de la política como fuente segura del lucro fácil y se ilustran y capacitan en el arte del engaño y de la farsa para (en un ritual que se repite 4 años) asumir papeles novedosos, lucidos y atractivos para engatusar a ciudadanos ingenuos, convertirlos a sus causas y hacerlos votar. Es de esta cuenta que surge una interesante fauna: personajes pintorescos –algunos–; dantescos -otros-; ridículos –los más–.

Situándonos en la realidad -esto es, en el plano dentro del cual se consolidan las propuestas políticas y se desarrollan las campañas-, es necesario hacer un breve alto para contextualizar la figura de los personajes que salen a la palestra y calificar sus diferentes y personales capacidades o competencias.

No es posible que nos abstraigamos tanto de lo que debe ser un movimiento o partido político como para ignorar que, cada uno de ellos debe estar equipado de ideas de diferente índole (manifiestos ideológicos, programas de gobierno, posturas concretas ante diversas coyunturas, …), mismos que deben adscribirse a alguna mente de la organización y que deben contar con personalidades hábiles para manejarlas…

Es, derivado de lo anterior, que resulta de tanta importancia para la ciudadanía que se genere una dinámica nacional que ayude a esclarecer aspectos de suma importancia en el caso de cada uno de los movimientos y partidos políticos que se aprestan a lanzarse al ruedo. Debería existir en el país un gremio confiable de conocedores de la dinámica formal (y neutral) de las organizaciones políticas serias, calificados para saber preguntar a cada una de ellas sobre sus contenidos ideológicos puntuales y con qué ideólogos cuentan en sus filas (los que han generado los planteamientos y han incidido en que la organización los adopte); con qué dirigentes partidistas cuentan y cuáles son sus credenciales en la práctica (sin recurrir solamente al triste testimonio de las fotos de los candidatos trajeados en folklore, bailando como desquiciados y abrazando y besando niños y ancianitos sanos y enfermos).

Como ejercicio ilustrativo y de gran beneficio para fomentar la cultura política popular, sería interesante hacer un repaso conceptual de las características o atributos que corresponden a categorías tales como las de cabecilla, líder, estadista, ideólogo y disponer de ellas para poder ir repasando en qué medida encaja cada uno de los personajes que se nos quieren vender y calificarlos por nuestra cuenta.

Ahora bien y para nuestra sorpresa (¿?) también podría resultar que, a cuenta de estar escudriñando en lo que no nos importa (a saber: a) si los personajes que se nos están vendiendo como los más aptos para que los elijamos y lleguen a ocupar posiciones en el Legislativo, en el Ejecutivo y en las corporaciones municipales, tienen, efectivamente, las calificaciones como para ser los líderes, los caudillos, los cabecillas, o los estadistas que necesitamos; y b) si pertenecen a organizaciones con alguna seriedad y sustento (los Partidos), lleguemos a desagradables conclusiones.

Haciendo un parangón con un ámbito que es de todos conocido y de fácil comprensión, permítansenos mencionar la importancia que tiene para todos los países la “autarquía alimentaria” (la capacidad nacional de autosuficiencia) y cómo se ha reflejado en políticas (subsidios, por ejemplo) que, vistas afuera del contexto estratégico de los países, pueden parecer absurdas.

Concretamente, el ejemplo al que bruscamente me quiero acoger es el de la importancia para países como los nuestros de contar con un “hato ganadero propio” que sea suficiente en términos de volumen y de calidad genética. Volumen, por su capacidad para satisfacer la demanda de consumo interno de carne y la necesaria capacidad de exportar. Calidad genética, por su potencial para ser aceptado en los mercados internacionales, pero también para ser degustado y consumido nacionalmente como un alimento apropiado.

Pensemos. ¿Será que en el país contamos con un “hato ganadero” (la suma de todas las reses autodenominadas “políticos”, por ellos mismos) y con criaderos o instituciones de crianza de ganado de élite (los movimientos políticos y los partidos) suficientes como para confiar en que no pasaremos hambre –por lo menos desde la ingesta de proteína animal–?

¿Qué piensa el estimado lector?

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