Edmundo Enrique Vásquez Paz
Leo con frecuencia, textos dirigidos al público señalando lo incorrecto, lo abusivo, lo ilegal de actos concretos que amenazan el Estado de derecho en nuestro país. Suelen ir acompañados de argumentos que explican y hacen patente la realidad. Muchos de esos escritos, van dirigidos al público, a los “ciudadanos honestos”, solicitando su adhesión.
Siempre he encontrado que se trata de manifiestos de gran valor. Hacen público lo que debería ser -o es- de interés general. Evidencian las grandes inconformidades e iniquidades que se dan y hacen inventario de ellas; con lo que contribuyen a “que no se nos olviden” -en este nuestro país desmemoriado que no computa los atropellos y no los sabe sumar-. Hacen patente el interés y el valor cívico de las instituciones o personas que los construyen y difunden con el ánimo de ganar adeptos; algo que es digno de todo elogio, admiración y reconocimiento.
Al leerlos, noto algunos aspectos que me parece interesante comunicar. Entiendo que, al momento, nos encontramos en un escenario caracterizado por dos grandes carencias.
Por un lado, se revela la falta de instrucciones claras y contundentes a esa población a la que se apela para que tome cartas en el asunto. Los manifiestos no las contienen y, si se buscan, no se encuentran en ningún lugar. Se carece de orientaciones dispuestas para el logro de posiciones desde las cuales se puedan realizar los cambios generales que se necesitan. Algo que implicaría la recomendación sobre los vehículos o medios más idóneos para llevarlos a cabo (¡las rutas!) y estrategias para realizarlos.
Por el otro lado, se hace evidente la ausencia de personas aptas para asumir la conducción del proceso; entidades que alumbren en el seguimiento de las rutas y presenten con claridad (¡en aras de la necesaria confianza!) cómo procederían puntualmente (sin distraerse en enunciados generales, como el del ya trillado “combatir la corrupción” -del que ya se han adueñado hasta los más corruptos-) en el caso de que, con la acción propuesta, se lograra alguna cuota para el ejercicio del poder público.
Tenemos, entonces: manifiestos; señalamientos de lo mal que está la cosa; demandas generales urgiendo a que los buenos y los honestos (¿quiénes no lo son?) se articulen para que la situación cambie. Pero se carece de un quién; se carece de un cómo; se carece de una ruta. El tiempo pasa y no se notan movimientos en el sentido de orientar sobre la manera eficiente de articularse políticamente.
Entretanto, como que continuaremos con la práctica de la animación retórica a la acción en el vacío (sin un auténtico norte); sin entender aún que eso no es suficiente. Sin comprender que es necesario ir más allá …
¿Es que todavía creemos que la salvación de nuestro país reside en -¡y se limita a!- saber generar riqueza y saberla gastar? Como estrategia para resolver el problema de la falta de trabajo, está muy bien. Pero hay que saber dimensionar. Lo que está mal, es pensar que esa es la solución básica al problema nacional; e ignorar que nuestra gran debilidad consiste en no hacer los esfuerzos necesarios para ser un país de verdad, un país propio (de nosotros, los guatemaltecos), con dignidad, fundado en los deseos, las aspiraciones y las visiones de todos; rechazar la reflexión crítica; negarse a conocer alternativas de solución. En la práctica, lo que necesitamos es llegar a ser un pueblo con capacidad de articulación política propia. Y olvidamos trabajarlo. Prueba de ello se encuentra en el fenómeno de la proliferación de partidos y la escasa existencia de verdaderos movimientos.
Considero que aún estamos bastante confundidos en lo político y que esto no contribuye a allanar el camino. No debemos olvidar las malas prácticas a las cuales inducen todos aquellos (tanto entidades como personas) que, carentes de criterio, creen y se dejan llevar por las diferentes maneras en que se “asusta con el petate del muerto”, se le adscribe seso y buena fe a impresentables y se cae en el algoritmo de que hay que votar por el menos peor.
Entre las confusiones está aquella que nos impide reconocer las diferentes especialidades (“división del trabajo”) que se deben dar en el desempeño de la actividad política; lo que nos lleva a creer que todos los que se venden como líderes lo son efectivamente. No reconocemos la diferencia entre “cabecilla” y “estadista”, entre “líder” e “ideólogo”. Condición que nos hace susceptibles de creer en auténticos estafadores de la fe ciudadana y finaliza, cada cuatro años, en la misma comedia de siempre. Connotada, entre otros, por la acción de alentar, cada uno, a que sus íntimos, sus familiares, su raza, … termine votando como lo hemos estado haciendo y ya es tradición …
En próximos escritos trataré de ofrecer ideas relacionadas con la figura general de “los que dirigen” o pretenden hacerlo. Mi propósito es contribuir a la reflexión y a que se pueda llegar a ver con claridad cómo “La trampa en la que nos encontramos” no solo consiste en una celada a partir de lo que en la actualidad dicta la normativa que se refiere al régimen electoral y de partidos políticos; ni en los ardides psicológicos orientados a “espantar con el petate del muerto”; ni en la esgrimida “ignorancia de nuestro pueblo” (que “se deja vender por un par de láminas” -como se suele decir sin mayor reflexión-); sino que, también y de manera principal, en la inconciencia de los que se dicen “letrados” y son, finalmente, los que opinan y predicen en lo político electoral pero no saben distinguir ni demandar lo que es verdaderamente importante y sustancial para el país.