Edmundo Enrique Vásquez Paz

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Edmundo Enrique Vásquez Paz

Inauguro mi columna a gradeciendo a La Hora el espacio que me ha concedido para presentar mis ideas y opiniones a sus interesados lectores; y aprovecho para apuntar algunos elementos sobre el carácter que tendrá.

Su propósito principal es el de contribuir a la constitución de ese Soberano que debe llegar a manifestarse como auténtico dueño de esta patria y a ejercer su obligación de construir él mismo su propio destino. Algo que, a mi entender, solo se puede lograr formando ciudadanía activa.

Mi aporte, modesto, lo ofreceré alimentando el sentimiento de nación que, lamentablemente, no cultivamos; así como develando prácticas en el manejo del Estado que, conociéndolas, puedan motivar a la acción ciudadana racional con el objetivo de “reparar lo imperfecto” (eufemismo para aludir a las muchas prácticas corruptas y perversas que tanto daño nos hacen).

También aprovecharé para dar tratamiento a otros temas que puedan resultar importantes por su actualidad o, simplemente, interesantes por su atractivo estético.

A continuación, comparto a modo de primer texto, una breve reflexión relacionada con un tema que nos debería preocupar.

¿Debemos reienventar la democracia?

Estando en Guatemala “a las puertas” o en procesos de discusión de los contenidos de una nueva Constitución para la fundación de un Estado Plurinacional que, invariablemente, deberá acompañarse de otras leyes de carácter constitucional -entre las cuales se encuentra la que se refiera a los partidos políticos y el régimen eleccionario-, valdría la pena plantearse una reflexión profunda relacionada con el funcionamiento práctico de lo que en nuestro país llamamos “democracia”.

El concepto de “democracia”, a gracia de utilizarlo a diestra y siniestra -no solo en Guatemala- para, finalmente, justificar arbitrariedades y hasta guerras, se ha tornado en un cajón vacío, desgastado, algo así como lo que ha ocurrido con el concepto de “libertad”.

Ya en 1993 (15 años después de haber sido promulgada la actual constitución española, 1978), Manuel Jiménez de Parga (La ilusión política, 1993) hacía importantes aportes a una revisión de la manera de entender la práctica de la democracia en su país.

Partiendo del nada novedoso planteamiento de que “las constituciones y sus leyes complementarias no bastan para que los pueblos regidos por ellas marchen por la vía democrática” y que “si falta el talante democrático, sea en los gobernantes, sea en los gobernados, o en los dos sectores al mismo tiempo, el proyecto constitucional fracasará”, Jiménez de Parga señala que “sin partidos; sin sindicatos y asociaciones empresariales; sin asociaciones culturales, vecinales, recreativas, deportivas, no hay democracia”. Algo que, por trivial, no es atendido desde el mismo texto constitucional obligando a los gobiernos a actuar al respecto.

 

Jiménez de Parga presenta varias recomendaciones sobre deficiencias de relevancia que, a su juicio, es necesario resolver en términos generales y que bien aplican en Guatemala: I, garantizar el funcionamiento del régimen parlamentario (considerando que lo que ha funcionado en la práctica es un “presidencialismo encubierto”); II, corregir la manera en que se lleva a cabo la representación política (“el ciudadano está huérfano de diputados propios”); y III, resolver el fenómeno de que ”la realidad política actual está formalizada por los medios de comunicación, omnipotentes a radice, que han cambiado profundamente la relación entre gobernantes y gobernados”.

Entre otros, también habría que meditar sobre la necesidad de establecer que, desde el gobierno, se promueva una “educación para la democracia” (entendiéndola como un derecho que se debe proteger y una práctica que se debe propiciar).

Merece atención revisar el sentido que tiene la prohibición de la “campaña anticipada” (contenida en la Ley Electoral y de Partidos Políticos, Art 223 n), que actúa como mordaza para los agentes que deberían poder esgrimir argumentos políticos en cualquier tiempo; y la negativa a aceptar que las campañas políticas se realicen utilizando todos los partidos igual cantidad de espacios y de medios -prescritos por el Tribunal Supremo Electoral-. Esto último permitiría que las contiendas se realicen alrededor de ideas y no de la capacidad de pintarrajear el país y embobar con cantaletas. En ambos casos, sería muy importante conocer las razones que se puedan esgrimir a favor o en contra de cada una de esas propuestas.

Si de lo que se trata es de apuntalar el sistema democrático, el principal asunto a atender y a corregir es que los diputados y otras autoridades electas representen de manera fidedigna los intereses de las agrupaciones políticas que los postulan -sin traicionarlas-; algo que sólo se puede resolver con una formación ciudadana que garantice que todas las agrupaciones políticas existentes en el país sean legítimas y sanas -conformadas por ciudadanos conscientes y activos- y con capacidad de exigir. No se debe olvidar que “el Derecho es de quién lo reclama” y que un Estado de derecho funcional obliga a que el ciudadano se comporte activamente de esta manera.

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