En un artículo anterior expliqué por qué el fallo de la Corte de Constitucionalidad (CC), que deja en “suspenso” el levantamiento de la reserva al artículo 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados (CVDT), es problemático.

En resumen, ese artículo consagra un principio de derecho internacional consuetudinario: ningún Estado puede invocar su derecho interno como justificación para no cumplir un tratado internacional. La reserva que se pretendía levantar establecía que Guatemala interpretaba que “derecho interno” no incluía a la Constitución.

La CC, en su resolución, sostuvo que la Constitución —como norma suprema— no puede estar supeditada a ninguna otra norma. Hasta acá, todo bien. El error, como señalé entonces, es que confunde el plano interno con el internacional. Si bien en el ámbito interno la Constitución es la norma de mayor jerarquía, en el plano internacional no puede alegarse su supremacía para justificar el incumplimiento de obligaciones internacionales. Sin embargo, la Corte afirma justamente eso: que, incluso a nivel internacional, la Constitución guatemalteca debe prevalecer sobre cualquier tratado.

Esa afirmación es un disparate con graves consecuencias para la credibilidad internacional de Guatemala, particularmente en materia de inversiones extranjeras. No solo es incorrecta desde la perspectiva del derecho internacional, sino que transmite un mensaje alarmante: Guatemala se reserva el derecho de incumplir tratados si considera que su Constitución no le “permite” acatarlos.

Piénsese en lo siguiente: ¿a qué disposiciones constitucionales se refiere esa reserva? A todas. Con 281 artículos, ¿cómo se le explica a un inversionista extranjero que Guatemala se reserva el derecho de invocar cualquiera de esas disposiciones para ignorar compromisos internacionales?

La diferencia con otros casos es bastante evidente. Por ejemplo. cuando Estados Unidos ratificó el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, limitó sus reservas a artículos concretos de su Constitución. Por ejemplo, al artículo 20 —que prohíbe la propaganda en favor de la guerra y la apología del odio nacional, racial o religioso—. Aunque el Pacto protege la libertad de expresión, la Primera Enmienda de la Constitución estadounidense lo hace de forma más amplia y categórica: no permite restricciones de este tipo, ni siquiera cuando se trata de discurso ofensivo o impopular. Por eso, aunque controvertidas y objeto de protesta internacional, las reservas de EE. UU. se limitaron a disposiciones puntuales (como la Primera Enmienda) que entraban en conflicto directo con principios específicos de su orden constitucional.

En cambio, Guatemala, tanto en la reserva original como en la interpretación de la CC, sujeta la aplicación de cualquier tratado a la totalidad de la Constitución. ¿Qué señal envía esto a un inversionista que se considera protegido por un tratado bilateral de inversión? Si surge una disputa, la Corte estaría avalando que ningún tratado puede prevalecer sobre ninguna parte de la Constitución, sin importar cuál.

Y no se trata solo de tratados de inversión. También hay acuerdos internacionales que, sin estar dirigidos específicamente a proteger inversiones, tienen un impacto directo en la estabilidad económica y jurídica. Un ejemplo reciente es el acuerdo firmado entre Guatemala y Estados Unidos para modernizar Puerto Quetzal, con objetivos que van desde el desarrollo logístico hasta la cooperación en seguridad por los próximos 30 años. ¿Puede garantizarse que, en el futuro, Guatemala no invoque alguna interpretación constitucional para apartarse de lo pactado? El fallo de la CC deja abierta esa posibilidad, generando incertidumbre incluso en iniciativas estratégicas como esta.

Para quienes no están familiarizados con el tema, los tratados bilaterales de inversión (TBI) son acuerdos entre Estados que buscan brindar garantías jurídicas a los inversionistas extranjeros. Su propósito es proteger las inversiones frente a actos arbitrarios del Estado receptor, mediante compromisos como el trato justo y equitativo, la protección contra expropiaciones sin compensación adecuada y el acceso a mecanismos eficaces de solución de controversias. Uno de sus pilares es el arbitraje internacional, que permite al inversionista demandar directamente al Estado anfitrión sin pasar por sus tribunales internos. Esta herramienta —concebida para reducir la incertidumbre jurídica y atraer inversión— pierde eficacia si un Estado, como Guatemala, se reserva el derecho de anteponer su Constitución a cualquier tratado. Actualmente, Guatemala enfrenta reclamaciones internacionales por más de US$1,081 millones, y ya ha sido condenada a pagar US$64.5 millones en uno de estos procesos. En ese escenario, el arbitraje deja de ser una garantía y se convierte en una formalidad vacía, sujeta al capricho de una interpretación constitucional que puede imponerse incluso sobre obligaciones internacionales libremente asumidas.

¿Qué seguridad puede tener un inversionista de que un laudo arbitral será ejecutado si la CC ha abierto la puerta a que Guatemala lo ignore por supuesta contradicción con la Constitución?

El problema no se limita al inversionista: también podría tener consecuencias estatales. Llegando al extremo, si Guatemala llegara a desconocer un laudo arbitral invocando su derecho interno, otros Estados podrían considerarlo un incumplimiento del derecho internacional. Conforme a los principios codificados en los Artículos sobre la Responsabilidad del Estado por Hechos Internacionalmente Ilícitos, ese acto podría justificar contramedidas legales, como restricciones comerciales o trabas a inversiones guatemaltecas en el extranjero. Una doctrina que permite ignorar tratados (como la sostenida por la CC) podría así generar un efecto bumerán: lejos de fortalecer la soberanía, debilitaría la posición internacional del país.

Un ejemplo que ayuda a ilustrar este tipo de tensiones es el caso LG&E v. República Argentina, resuelto por un tribunal arbitral del CIADI. En ese proceso, el tribunal se enfrentó a un conflicto entre normas internas argentinas y obligaciones asumidas en virtud de un TBI. Argentina argumentó que, debido a su legislación y a una crisis interna, no podía cumplir ciertas garantías otorgadas a los inversionistas. Sin embargo, el tribunal explicó que, conforme al artículo 42(1) del Convenio del CIADI, debía aplicar tanto el derecho interno como el internacional, con prevalencia de este último (derecho internacional) en caso de contradicción.

Esta interpretación contrasta con la postura de la Corte de Constitucionalidad de Guatemala, que pretende imponer la Constitución incluso en el plano internacional. Lo cual contradice directamente el principio consuetudinario reflejado en el artículo 27 de la Convención de Viena: ningún Estado puede invocar su derecho interno como justificación para incumplir un tratado.

Estamos, todavía, a tiempo. La decisión de la Corte fue adoptada en el marco de un amparo provisional, y queda pendiente una resolución definitiva. Ojalá, en ese momento, la CC reconsidere y dé marcha atrás a un criterio tan peligroso como el esgrimido hasta ahora. Persistir en esta interpretación no solo debilita el compromiso internacional del Estado, sino que introduce un factor de inseguridad jurídica que puede tener costos muy altos para el país. Corregirlo sería lo sensato.

Edgar René Ortiz

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