El 31 de mayo de 2025 se cumplen cuarenta años de la promulgación de nuestra actual Constitución. Casi el 70% de los guatemaltecos que hoy habitamos el país no habíamos nacido cuando eso ocurrió, en 1985. Vale la pena, entonces, preguntarnos en qué estado se encuentra hoy ese pacto constitucional.
Nuestra Constitución fue producto de un proceso constituyente realizado durante una transición política en medio de un contexto marcado por la violencia interna y la prolongada guerra civil. En ese momento, Guatemala se encontraba bajo un régimen militar que, tras años de represión, impulsaba una transición hacia un gobierno civil y abrir paso a una democracia como una forma de restaurar la legitimidad estatal.
Era una Guatemala distinta, con unos 8 millones de habitantes y una tasa de alfabetización inferior al 50%. Además de la situación política ya descrita, el país enfrentaba una crisis económica profunda: entre 1980 y 1985, las exportaciones cayeron un 32% y el déficit por cuenta corriente había pasado de 35 millones de dólares en 1977 a 573 millones en 1981. En esos años también aumentó considerablemente el desempleo.
En ese contexto, el primer avance concreto fue la creación de una autoridad electoral independiente. Se logró empadronar a 3.5 millones de personas y, aunque cerca de un millón no pudo hacerlo por las condiciones del país, fue un paso importante para organizar elecciones limpias tras años de gobiernos militares.
La Asamblea Nacional Constituyente de 1984 fue el escenario donde se debatió el nuevo texto constitucional, con una representación plural que reflejaba el contexto político de la época, en el que sectores armados y políticos vinculados a la izquierda no participaron directamente en el proceso, dadas las condiciones del conflicto interno y las restricciones vigentes.
Tres bloques principales dominaron la Asamblea: la Democracia Cristiana (DC), con el 21% de los votos y 20 diputados; la Unión del Centro Nacional (UCN), con el 18% y 21 escaños; y la alianza Movimiento de Liberación Nacional–Central Auténtica Nacionalista (MLN–CAN), que alcanzó el 16% y obtuvo 23 diputados. Aunque ideológicamente distintos –la DC más cercana al centro-izquierda, la UCN con un perfil centrista y el MLN-CAN claramente de derecha– estos tres bloques controlaron dos tercios de la Asamblea. Sobra recordar, que ninguno de esos partidos sobrevivió estas poco más de cuatro décadas. Esa correlación de fuerzas impuso un marco de negociación constante que mantuvo a raya cualquier intento de rediseño profundo del sistema. El resultado fue una Constitución políticamente funcional, pero contenida: garantista en el papel, sin romper completamente con algunos elementos del viejo orden.
Esa fragilidad estructural no fue corregida en la única reforma constitucional que ha tenido lugar desde 1985. En 1993, se modificaron 37 de los 281 artículos de la Constitución, en un momento de crisis política tras el intento de autogolpe del presidente Serrano Elías. Sin embargo, lejos de subsanar las limitaciones del diseño original, varios de los cambios profundizaron problemas que hoy resultan evidentes. El caso más claro es la ampliación del sistema de Comisiones de Postulación, que lejos de fortalecer y dar paso a una selección técnica e independiente de magistrados y del Fiscal General, terminó consolidando un entramado de lealtades informales –basadas en vínculos personales o políticos más que en criterios técnicos– dentro del sistema de justicia. Esto ha hecho inviable la construcción de una carrera judicial basada en el mérito y la independencia.
Mucho ha cambiado desde entonces. La Guatemala de hoy es otra: no solo por sus transformaciones demográficas, sino porque el país se ha insertado en la economía global, han surgido nuevos actores políticos y enfrentamos desafíos como el crimen organizado transnacional y la captura institucional.
A la luz de estos cambios, vale la pena preguntarse si aquella Constitución –diseñada en un país en transición– sigue cumpliendo su promesa hoy. No se trata solo de conmemorar su aniversario, sino de examinarla con ojos actuales: ver qué ha resistido, qué ha cedido, y qué simplemente nunca se cumplió.
Y si somos honestos, ¿qué nos queda realmente de ese texto? Hace pocos días, cuando la Corte de Constitucionalidad (CC) emitía un –a mi juicio– equivocado fallo sobre el alcance del artículo 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados (CVDT), se anunciaba con orgullo a los cuatro vientos que se hacía en nombre de la defensa de la supremacía constitucional.
Pero, ¿esa defensa es real y genuina, o se queda en el plano retórico? Hagamos algunas preguntas incómodas:
¿Dónde queda la supremacía de la Constitución respecto del rol del Tribunal Supremo Electoral, considerando que un juez penal mantuvo en suspenso –y finalmente canceló– a una organización política utilizando caprichosamente la ley penal?
¿Qué hay de otras grandes conquistas de la transición? Una de las más importantes fue el sistema electoral diseñado por la Ley Electoral e implementado con éxito bajo el liderazgo de Arturo Herbruger Asturias: basado en el conteo manual de votos, con juntas receptoras integradas por ciudadanos y supervisado en cada etapa por fiscales de los partidos. Ese esquema –transparente y confiable– fue clave para legitimar las elecciones tras décadas de dictadura. Hoy, ese legado ha sido socavado: se intenta desacreditar el proceso culpando al “software” que comunica los resultados preliminares en un país donde el conteo sigue siendo en papel; se repitió la audiencia de revisión de escrutinios en 2023 por orden de la Corte de Constitucionalidad, tras amparos promovidos por partidos inconformes; y se consumó la destrucción del Tribunal Supremo Electoral con la suspensión indefinida de cuatro de sus magistrados titulares, en abierta contradicción con el principio de independencia.
¿Dónde quedó la gran conquista del artículo 35, que protege la libre expresión, cuando hoy tenemos periodistas en el exilio, otros hostigados mediante el uso arbitrario de la ley contra el femicidio, y cuando se intenta procesar penalmente a periodistas del extinto medio elPeriódico por el contenido de sus publicaciones? Guatemala está hoy en la categoría de “alta restricción” a la prensa, según el Índice Chapultepec.
¿Dónde quedó la libertad y el pluralismo político –pilares esenciales de toda democracia– cuando se vetan candidatos presidenciales de forma caprichosa, incluso a pocas semanas de las elecciones, como ocurrió en 2023? ¿No era esa precisamente la lógica de las dictaduras militares, y uno de los principales vicios que la nueva Constitución prometía superar?
¿Dónde quedó la justicia en un país donde el abuso de la prisión preventiva ya no es la excepción, sino la regla? ¿Dónde queda el debido proceso y el escrutinio público, cuando en los casos penales de alto interés la “reserva” –que en la práctica implica que no se conocen ni las acusaciones ni las pruebas por largos periodos– se impone como norma? ¿Y qué clase de justicia es posible cuando el conflicto de interés está prácticamente constitucionalizado, permitiendo que magistrados suplentes ejerzan simultáneamente como jueces y como abogados litigantes?
Debemos hacernos estas preguntas –y otras más– si realmente queremos saber si, cuarenta años después de iniciada la transición democrática y de promulgada una Constitución que aspiraba a instaurar una democracia basada en el respeto a los derechos fundamentales, esas promesas se han cumplido. No basta con repetir fórmulas solemnes sobre la defensa del orden constitucional si, en la práctica, los derechos y garantías que consagra la Carta Magna han quedado reducidos a papel mojado. Tal vez ha llegado el momento de preguntarnos, sin romanticismos, si este pacto constitucional sigue estando a la altura del país que aspiramos a ser o si, por el contrario, es hora de impulsar cambios puntuales pero sustanciales que lo actualicen y lo hagan verdaderamente efectivo.