Que la vida es sufrimiento, Dukkha, según el budismo, es evidente. Y es, quizá, la causa de la violencia compartida o de nuestra toxicidad conductual. Da coraje cuando lo sufrimos, sin advertir que nosotros mismos somos portadores del virus que padecemos.
Lo viví la semana pasada cuando un motociclista, sin motivo aparente, pasó rompiéndome el retrovisor con toda la impunidad del caso. La primera vez que lo sufrí, lo entendí –sí, ya van dos veces–, dada la maniobra distraída con que asusté al conductor en las tempranas horas del día. Esta última vez, en pleno pico de la tarde, no hice nada que explicara la conducta agresiva del rubicundo bárbaro de la moto.
El ejemplo no busca estigmatizar a los motociclistas, sino ayudarnos a entendernos a nosotros mismos. Aceptar que hay heridas no superadas que nos predisponen a conductas ciegas, esas que comprometen la felicidad de quienes amamos, pero sobre todo la nuestra, por la irracionalidad de actos que terminan forjando el carácter.
De modo que hay una falla estructural en el ecosistema humano. Condición que, como en todo, es distinta en cada uno. Las circunstancias varían por la suerte o el azar. Así, hay biografías trágicas donde apenas asoma la benevolencia divina, y otras de mayor favor celeste, sin dejar de lado los accidentes autoinfligidos.
Hay heridas sufridas y heridas provocadas. Las primeras son pasivas; las segundas, autogeneradas. Esa acción impulsiva derivada de nuestra voluntad sin cálculo, instintiva, nacida de la ignorancia que yerra irreflexivamente. Son los tropiezos imprudentes de los actos semisuicidas, las flagelaciones propias en las que conspira también la vida misma.
¿Qué podemos hacer frente a ese Dukkha, la verdad del sufrimiento según los budistas? Dos cosas, me parece: reconocerlo y gestionarlo. La conciencia es el punto de partida que advierte la profundidad de la herida. Luego, con sabiduría, aprender a manejarla de modo que la dulzura sea la expresión del amor auténtico hacia los demás.
El dolor nunca desaparece; la mácula es nuestra cifra, lo que nos define. Sin analgésicos, solo podemos ofrecer a los otros el trato amoroso que encubre nuestra falta. ¿Y si caemos? La benevolencia mutua, la caridad, es el salvavidas que nos rescata de la ruptura definitiva de nuestra mala levadura.
Amar es empatizar con el dolor ajeno, comprender batallas perdidas en campos ignotos, dejar la vida en carnes expuestas y llagas infectadas. ¿Se puede alcanzar hoy ese nivel de ternura? Quiero pensar que sí. Ya me dirá usted.